En estos días salían a la luz los resultados de una encuesta que me tienen hablando sola desde entonces. Porque, si no fuera que la cosa no tiene ninguna gracia, pensaría que se trata de una broma de mal gusto. De pésimo gusto, para ser exacta.

Pero de broma, nada. Se trataba de algo serio, mucho más serio de lo que a primera vista pudiera suponerse. Porque resulta que, según el CIS, hay más de un veinte por ciento de personas que piensan que el régimen franquista era lo más, la pera limonera, vaya. Que vivíamos divinamente y no había razones para quejarse. Para morirse de repente.

Y eso no era todo. Porque, aunque una pudiera suponer, en su infinita ingenuidad, que es cosa de personas mayores, que probablemente se les va la cabeza y que hacen suyo el dicho de que” cualquier tiempo pasado fue mejor”, de eso nada. Hay un veinte por ciento de jóvenes españoles, de chicos y chicas, que afirman que con Franco se vivía mejor.

Como si supieran algo de cómo se vivía con un dictador cuyo régimen no vivieron ni de lejos, más allá de lo que pudieran haber estudiado, que está claro que no debió ser mucho.

Yo diría que si me pinchan no sangro, pero es que ya no sé si me queda sangre en el cuerpo, o se me quedó congelada. Pero lo que si me salen son lágrimas de pena, de rabia y de impotencia, de pensar en lo mal que debemos haberlo hecho para que nuestra juventud piense semejante barbaridad en un porcentaje tan elevado.

Es cierto que yo tampoco viví apenas la dictadura de quien se hacía llamar a sí mismo el Generalísimo. Por suerte para mí, por cierto. Tenía ocho añitos cuando Franco murió y ni entonces era consciente de lo que aquello significaba, ni mucho menos de cómo había sido la vida bajo su mandato.

Para mí era un señor que mandaba más que nadie y por cuya muerte nos daban unos cuantos días de fiesta, que nunca venían mal. Y poco más. Porque a los ocho años determinadas cosas no interesan y, si se hacen preguntas, se respondía con un “eso no te importa” que valía para todo.

Sin embargo, no tardé en darme cuenta. No hacía falta estar en plena dictadura para percatarse de los efectos que produjo y que siguió produciendo durante mucho tiempo, aún después de la muerte del dictador.

Descubrí que era por su causa por la que había temas de los que no se hablaba, porque había cosas de las que no se podía hablar.

Descubrí que era por su causa por la que las mujeres tenían que estar en casa y con la pata quebrada, pariendo cuantos más niños mejor y viviendo al servicio de su amado esposo, del que tenían que soportar las palizas que les dieran si era de su gusto.

Descubrí que por culpa de sus leyes los homosexuales iban a la cárcel por el mero hecho de serlo, y que pensar diferente también se castigaba con la cárcel.

Y descubrí también que era por su culpa también por lo que no se podía hablar de sexo, y que había que apañarse con lo que te contara alguna amiga, y eso con suerte.

Seguí haciendo un descubrimiento tras otro sobre lo que se podía y no se podía hacer, hasta llegar a la conclusión de que con Franco nunca se vivió mejor.

Ni siquiera cabía sostener aquella frase que se popularizó por un sector durante mi adolescencia: “contra Franco se vivía mejor”.

Supongo que los jóvenes de la encuesta no saben nada de todo esto ni tienen ningún interés en saberlo. Y, lo que es peor, no hemos sabido mostrárselo, y ahora lo estamos pagando.

Solo espero que esto sea una moda pasajera y esos jóvenes maduren algún día y se percaten de su terrible error. Crucemos los dedos para que no sea tarde. Porque, de lo contrario, lo tenemos mal. Francamente mal.