Hubo un tiempo en que hablar de suicidios era un tema tabú. La prensa seguía una regla no escrita -o tal vez escrita en algún manual- según la cual no se daba noticia de los suicidios, excepción hecha de que la persona que se hubiera quitado la vida fuera alguien con trascendencia pública o las circunstancias fueran tales que justificaran la excepción.

Entiendo que la razón era, sin duda, bienintencionada: se trataba de evitar un supuesto “efecto llamada” que la realidad ha demostrado que no es tal.

Porque, a pesar de ese mutismo con la cuestión, los suicidios nunca han dejado de existir. Y en los últimos tiempos, más bien lo contrario.

Hoy en día se ha derribado ese tabú, aunque en honor a la verdad hay que reconocer que no se habla tanto del tema como merecería por su gravedad. Y no hay más que tomar nota de tal gravedad si echamos un vistazo a los titulares de prensa al respecto después de los más recientes estudios, especialmente entre la juventud.

Así, según un estudio de la Universidad Complutense de Madrid uno de cada tres adolescentes entre 12 y 16 años se ha autolesionado sin intención de morir y cerca del 3 % ha intentado suicidarse en el último año.

Por su parte, el Instituto Nacional de Estadística concluye que los suicidios de adolescentes repuntan en el último año en un 20 % mientras disminuyen los de adultos. Algo gravísimo sobre lo que no podemos seguir mirando hacia otro lado. Porque nadie escapa de ese riesgo en sí mismo o en las personas de su entorno, aunque crea lo contrario. El peligro está ahí.

En una visión simplista, se podría creer que estos suicidios infantiles y juveniles vienen relacionados con algún acontecimiento que ha perturbado profundamente la vida del joven o adolescente en cuestión.

Una creencia enraizada en la literatura de algunas épocas que romantizaba el suicidio y que ha hecho mucho daño. Situaciones de acoso escolar o de mal trato, problemas familiares y hasta desengaños amorosos podrían entenderse como el motivo de tan terrible decisión. Pero eso sería, como decía, una visión demasiado simplista.

Es cierto que en algunos casos esas situaciones podrían ser el desencadenante -que no motivo- pero en otros muchos casos no hay, aparentemente, nada que explique que alguien con toda la vida por delante acabe con ella.

El problema, sin duda, tiene nombre y apellidos. Salud mental. Algo hace clic en la mente de esas personas que perciben que la única solución para dejar de sufrir es quitarse de en medio. Dejado, además, a su paso, una estela de sufrimiento y sentimiento de culpa que barre como un tsunami a
la familia y a los seres queridos que se dejan atrás.

Hay que abordar la cuestión. Y hacerlo de frente y de una manera seria. Hay que ir a la raíz del problema y preguntarnos qué ocurre en esta sociedad donde hay niños y niñas que fantasean con quitarse la vida, lo lleven a cabo o no, sin tener aparentemente ningún problema grave, más allá de ese gravísimo problema que es la salud mental. No podemos minimizarlo, invisibilizarlo ni muchísimo menos frivolizarlo, como se hace muchas veces cuando se usa el término “depresión”.

Ya vamos tarde. Cada día de retraso puede ser una vida menos, y en cualquier momento nos puede tocar de cerca. Nadie está libre de peligro. Aunque cueste creerlo.