La media de tiempo empleado en mirar pantallas de smartphones en personas menores de 40 años está en casi cinco horas al día. Cin-co-ho-ras. Cinco.

No digo que esté mal, yo mismo soy hijo de mi tiempo, y con esa perspectiva debemos ser juzgados. Pero quiero arrancar este curso, en el que me comprometo con ustedes a tratarlos como adultos, a no ser condescendiente ni considerado, estableciendo las bases de nuestra relación. Y para eso, es bueno saber de dónde partimos.

Cin-co-ho-ras al día de mirar pantallas. Nos dejan al día 19 horas más. Restamos seis para dormir, porque dormir más es de camastrones, indolentes y flojos. 13.

Restamos 10 de una jornada laboral media en este país con el gobierno más progresista posible y nos quedan tres horas al día para cuidarnos. Tres horas al día para enriquecer nuestras vidas, supongo. Y vivir.

Este curso me he propuesto cuidar especialmente de un concepto, los griegos lo llamaban “κάλλος”, con doble lambda. Significa belleza. Especialmente, la del alma.

Y creo que es bueno que nos cuidemos en ese sentido, pues todo o casi todo en este mundo nos lleva a mirar desesperadamente una pantalla como propósito. Así que aquí estoy yo, orate, empuñando la espada de la reflexión, la educación y la cultura como alimento para el espíritu. Y solo desde ahí, podemos llegar al título de la columna. ¿Reímos o lloramos?

Para poder elegir, necesitamos toda la información. O la mejor y más completa, al menos. Y, creo, estamos lejos de tenerla. No solo porque se nos oculte en ruedas de prensa sin preguntas o en trincheras informativas del ‘ytúmás’, sino porque hemos perdido la capacidad crítica.

Lo que me lleva, como buen viejo loco, a pensar en ranas y ratas. Cada día tengo más claro que soy el meme del abuelo Simpson gritándole a los pájaros.

Que sí, que no sorprendo a nadie si me pongo a hablar de una obra de más de dos mil años de historia, pero es que todo está ahí, créanme. ¿Conocen la Batracomiomaquia? Si alguien sí, por favor, que nos lo haga saber.

Es una obra paródica que se burla de La Iliada. Una guerra entre ranas y ratas en la que todo tiene un carácter épico y titánico, salvo la historia en sí misma. Esto es: cuenta con una solemnidad propia de Homero una batallita entre Roepán; la rata; e Hinchacarillos, la rana.

Se atribuyó a Homero, luego se pensó (si me permiten la boutade, esta es la teoría que más me gusta) que era de Pigres de Halicarnaso y, más tarde, que de un poeta anónimo coetáneo a Carlomagno. Quien la escribiese, en román paladino, me da igual. Pero no me dan igual el por qué y el cómo.

En aquella época (recordemos, del VIII al III antes de Cristo), la solemnidad de los poemas era lo más serio. Había gamberros, el propio Esopo o Píndaro, pero eran los menos.

Sin embargo, quiero referirme a esa obra porque cualquiera que consuma hoy un poco de información, se encuentra ante la evidencia de que vivimos en una guerra de ranas y ratas.

Donde todo es el cómo y no el qué. Porque el qué ha perdido el sentido en un mundo donde solo nos quedan tres horas al día para vivir.

Fuera quien fuera el autor, con esta obra de 300 hexámetros se ríe de toda la solemnidad de la batalla y se centra en lo que es importante. ¿Qué es importante? Elegir.

Yo he elegido reírme y dejar de mirar tanto el móvil. Ustedes verán si lloran. ¡Vivan los libros (en papel)!