Cada año espero ansiosa las vacaciones de verano por una razón, además de la obvia de la desconexión y el descanso. Ha llegado el momento de leer libros.
De leer, en concreto, todos aquellos libros que he ido acumulando a lo largo del año a la espera de que llegue el momento en que la vida me dé un respiro para dedicarme a ellos.
Por supuesto, no se trata de que no lea durante el resto del año. Lo hago siempre, pero nunca consigo llevar el ritmo que me gustaría, porque hay muchas otras cosas que hacer.
Así, mi mesita de noche va llenándose de ejemplares adquiridos en ferias del libro, en visitas a librerías o en presentaciones de libros. Libros comprados, regalados o recuperados que forman una torre en mi habitación que desafía las leyes de la física.
No sé si llego a lo que los japoneses -que dan nombre a todo- llaman “tsundoku”, que es el hábito de comprar libros y acumularlos, a menudo con la intención de leerlos más adelante.
Como quiera que esa palabra se forma con dos términos que significan “acumular” y “leer”, podría llamarse algo así como “biblioacumulación”, pero este término no ha tenido entrada -todavía- en nuestra RAE. Aunque he de decir que conozco a varias “biblioacumuladoras” además de yo misma.
En realidad, la lectura es casi lo único que se mantiene igual desde mis primeras vacaciones, en el apartamento de la playa de mis padres. Allí siguen aquellos ejemplares que alegraron mi infancia y que me siguen haciendo sonreír cuando vuelvo a verlos.
Libros de Enyd Blyton, como la serie de Los cinco, la de Torres de Malory o la de Santa Clara, o cómics como los de Esther y su mundo o Mortadelo y Filemón, que permanecen en la misma estantería, desafiando el paso del tiempo y la fuerza de los recuerdos.
De hecho, siempre he dicho que en la lectura hay un buen indicador de cómo crecen nuestros hijos e hijas. Se empiezan a hacer mayores en el momento en que una puede ir a la playa o a la piscina y consigue pasar de la primera página de cualquier libro o revista. No falla.
Pero estos no son los únicos placeres que dan los libros. Otra fantástica experiencia es la de compartir con personas tan biblioacumuladoras como una misma la realidad de nuestras adquisiciones y de nuestras lecturas. Te recomiendo este, lee este otro, he descubierto uno que no te puedes perder. Y nunca falla. Esas recomendaciones suelen valer su peso en oro.
Tanto, que no solo se hacen entre amigas, sino que estos días colman las redes sociales y llenan páginas de periódicos y revistas en que los personajes famosos recomiendan libros o nos dicen cuál están leyendo, sea verdad o no. Porque si la gente leyera tanto como presume de hacerlo, ese sería el país más culto de mundo.
Y es que pocos placeres tienen comparación como el de ponerse a la sombra de una sombrilla -aunque no sea de encaje y seda, como la de zarzuela- y zamparse, una tras otra, las páginas de un libro sin que nadie nos interrumpa. O las pantallas de la tablet para quien haya podido acostumbrarse al libro electrónico.
Aunque ahora que estoy en confianza, confieso que hay otro placer comparable al de leer libros. El de escribirlos. Otros de mis vicios del verano con el que disfruto como una niña. Exactamente, como aquella que leía Los Cinco, y Torres de Malory, y Mortadelo y Filemón.
Porque sin esa niña, no existiría la mujer de hoy tal como es. Y no podría disfrutar tanto de un placer tan aparentemente sencillo.
Porque como lo dijo George R. Martin. “Un lector vive mil vidas antes de morir. Aquel que nunca lee vive una sola”.