Esta semana estuve por última vez en la casa donde nací. Era la casa de mis padres, la casa donde viví mi infancia y mi adolescencia, donde estudié la carrera y preparé la oposición, donde quedaba a estudiar con mis amigas o donde dormíamos cuando salíamos de fiesta. Era la casa donde mi padre tenía su despacho y también donde murió, donde viví con mi madre su ausencia y donde nos hicimos mutua compañía. Y era el refugio que me permitía conciliar cuando mis hijas eran niñas y su padre estaba fuera.
De allí salí vestida con mi primer traje de fallera, y también salieron de ese patio mis hijas cuando fueron falleras mayores, al igual que yo, en su día. Y, por supuesto, también crucé aquel umbral con mi flamante vestido de novia, que hoy acabo de recoger en la caja en que lo guardaba con primor mi madre, y hasta con mi primera -y única, hasta el momento- toga, dispuesta a emprender una vida profesional que pronto cumplirá los años de Cristo.
Ahora todo eso se ha acabado. El edificio seguirá allí, lo habitarán otras personas, pero ya nunca será la casa que fue ni, desde luego, mi casa. Ayer cerré esa puerta por última vez y sentí que con eso cerraba una etapa de mi vida. Mientras sus cosas estuvieran allí, parecía que mi madre no se había ido del todo, pero ahora ya no hay vuelta atrás. Ya no puedo hacerme la ilusión de que cualquier día me la encontraré cosiendo en su sillón, con las gafas en la punta de la nariz y la mesa llena de alfileres, retales y patrones.
Tampoco existe ya el despacho de mi padre, que seguía allí, al final del pasillo, aunque él hacía tiempo que nos había dejado. Ya no está ni su mesa, ni sus libros, ni la máquina de escribir que hoy solo es una reliquia.
Mi habitación, esa que compartía con mi hermana, ha dejado de ser mía. Le eché un último vistazo, y comprobé que aquel cuarto vacío, sin muebles ni personalidad, ya no tenía nada que ver con nosotras. Las paredes eran las mismas, pero el espíritu ya no existía.
Hacía ya tiempo que de esa cocina no salían olores a guisos, pero no hacía falta. El olor de todas aquellas comidas quedó para siempre en mi memoria, y bastaba con echar un vistazo a aquella cocina para salivar recordándolo.
Ya no habrá más Navidades ni fiestas de Reyes alrededor de la mesa, ya no volveré a poner el árbol de Navidad ni el belén, ni aquel adorno que decía “paz en esta casa”, que hice cuando aún no había cumplido cinco años y que mi madre seguía colocando en la pared año tras año.
Se acabó. Lloré al echarle el último vistazo, aunque aquella casa ya no era mi casa. Sin los muebles, sin sus cuadros, sin los platos decorativos colgados de las paredes ni los retratos de mis abuelos, sin los marcos con fotografías de cada momento importante de nuestras vidas, esas cuatro paredes han dejado de ser un hogar para convertirse en lo que fueron antes de que, hace mucho más de medio siglo, mi familia se instalara en ella.
Seguiré pasando por esa calle que siempre será mi calle, en ese barrio que siempre será mi barrio, pero esa casa ya no será mi casa, sino la casa de otras personas.
Pero mi casa vivirá por siempre en mi memoria y en mis recuerdos. Esbozaré una sonrisa cada vez que pase por aquel portal porque allí arriba está el lugar donde fui inmensamente feliz. Y donde seguiré siéndolo siempre en mis recuerdos. Porque esos sí que se quedan para siempre.