Cuando era una niña había una imagen que me horrorizaba cada vez que salía en el telediario de la única cadena de televisión entonces existente.
Se trataba de grabaciones o fotografías de niños de vientres hinchados y ojos saltones, niños que morían de hambre en Etiopía, según creo recordar, o en cualquier otro punto del globo terráqueo que, en cualquiera de los casos, me parecía muy lejano.
Entonces nadie advertía que las imágenes podían herir la sensibilidad de los espectadores, de modo que nos pillaban a traición y nos golpeaban con fuerza.
A la niña que fui aquello le causaba pesadillas, unas pesadillas que se veían azuzadas por lo que nos decían las monjas en el colegio sobre “los negritos de África que se morían de hambre”, y que eran la causa directa de que me obligaran a comer las lentejas que aborrezco desde entonces.
Nunca entendí qué tenía que ver que yo me acabara la comida o no con que aquellos niños pasaran hambre, pero fue una frase con la crecimos muchas niñas y niños de varias generaciones.
Ayer, viendo el informativo de cualquiera de las muchas cadenas que ahora tiene la televisión, vi unas imágenes que me recordaron poderosamente aquellas. Por su contenido, y por la manera que me golpearon directamente al corazón, sin que nadie, como entonces, advirtiera que aquello podía herir nuestra sensibilidad.
Y eso es lo malo. Que nos hemos acostumbrado a ver tantas barbaridades que nuestra sensibilidad se está poniendo al nivel de la más dura de las piedras.
Ante mis ojos, las pantallas mostraban diferentes imágenes de niñas y niños famélicos, con la piel pegada a los huesos y los ojos saliéndose de las órbitas. Exactamente igual que aquellos que, hace un lustro, hacían que se me saltaran las lágrimas.
Pero ahora soy adulta, y ya sé que esas cosas no pasan porque sí. Ya no se trata de hambrunas, ni de catástrofes naturales, sino de algo perfectamente evitable, de algo provocado por la mano del hombre.
Porque esos niños y niñas no se mueren de hambre, los matan de hambre. De la misma forma que no se mueren porque les caiga un misil, sino que son asesinados por quienes los lanzan y quienes ordenan que lo hagan.
Las criaturas famélicas que salen ahora en las noticias viven en Gaza. O más bien sobreviven, y eso cuando lo logran. De hecho, también estos días saltaba la noticia de que una niña de tan solo 11 años que publicaba en redes sociales las cosas que hacía para sobrevivir en Gaza había muerto tras
uno de los ataques que sufre su pueblo cada día.
No puedo ni imaginar cómo debe ser morirse de hambre. Una expresión que usamos habitualmente de un modo frívolo sin tener ni la más remota idea de lo que eso realmente supone. Y aún hay algo todavía peor: cómo debe ser ver morir a un hijo o una hija y no poder hacer nada.
Nos cuentan que la ayuda humanitaria no llega, y si llega lo hace tan a cuentagotas que la gente se abalanza sobre cualquier cosa que signifique la esperanza de conseguir algo de comida.
Y mientras, el mundo mira a otro lado. O mira sin ver, que viene a ser lo mismo o peor. Pero, a mí, los ojos saltones de estas criaturas se me clavan en el alma.
Son niños y niñas que deberían estar disfrutando de su infancia en vez de padeciéndola, niños y niñas que han tenido la desgracia de no haber nacido en el sitio y lugar adecuado, niños y niñas que podrían ser nuestros hijos.
Lo peor es saber que mientras escribo estas líneas, alguna de estas criaturas habrá dejado de existir. Y también mientras cada cual lo lee, desde su zona de confort.
El mundo debe reaccionar antes de que sea tarde. O, mejor dicho, antes de que sea todavía más tarde. Porque tarde ya hemos llegado.