Han van Meegeren es, por derecho propio, uno de los mejores pintores de la historia. Sin embargo, la posteridad le guarda un sitio como uno de los falsificadores de arte más célebres del siglo XX cuando tuvo que pintar, casi en directo y en presencia de periodistas y peritos judiciales, un Vermeer para salvar su vida.
Inicialmente, el holandés aspiró al reconocimiento artístico pero al fracasar, decidió vengarse del mundo del arte mediante el engaño.
Vencido por la rabia, estudió meticulosamente las técnicas de los maestros holandeses del siglo XVII, especialmente del citado pintor barroco, logrando crear falsificaciones tan convincentes que engañaron a expertos y coleccionistas, quienes pagaron elevadas sumas por sus obras.
Y ahí entra la filigrana. Su fraude salió a la luz tras la Segunda Guerra Mundial al descubrirse que había vendido una falsificación a Hermann Göring.
Acusado de colaboración con el régimen nazi y de venta ilegal de patrimonio nacional, Van Meegeren confesó cuando se pidió su muerte ser el autor de la pintura y de otras falsificaciones. Ante la incredulidad, pintó otro Vermeer, que solo se descubrió falso cuando su abogado descubrió que bajo la firma de Vermeer, estaba en realidad la de su cliente. Y tan pichi.
La peripecia de la falsificación sirve como premisa a Javier Alandes para presentarnos su nueva obra, El rey de bronce (Contraluz, 24 de abril a la venta).
Todo el mundo quiere un Goya o un Hopper en su salón. Hay quien, incluso, quiere un Botero en el baño para verse bien. El dinero que cambia de manos con obras de arte falsas es imposible de calcular.
Nadie quiere reconocer que ese cuadro o ese busto es más falso que sus principios. Sin embargo, sí se estima que es uno de los cinco mercados más lucrativos del mercado negro: armas, personas, drogas, piratería y arte.
En ese escenario, El Rey de Bronce es una novela mayúscula. Reposada, gana en el tiempo. Recién leída atribula y pide más. El autor, con la muleta del arte falso, desarrolla una trama divertida, ágil y rápida en un cambio de registro.
Habituados sus lectores a la novela histórica con excelente documentación, en este libro se encontrarán con una clara evolución en su pluma: Alandes se calza las botas de Soderberg y nos deleita con un thriller que huele a celuloide.
Se nota el oficio técnico y también las personales filias del escritor, que tiene un objetivo: que el lector esté todo el libro quejándose por cómo pisa el acelerador y, al tiempo, sin el cinturón de seguridad.
“Me encantaría ir por la calle con una espada y a caballo. Sin embargo, pago electrodomésticos a plazos y sufro subidas de gasolina. La realidad es que los que hemos crecido con el género de aventuras echamos de menos esas novelas”.
Conrad, Salgari, Stevenson o Verne pasean en sus referentes cuando él, en un tirabuzón, abandona la novela histórica para escribir un thriller sobre robos, falsificaciones y venganzas. “La palanca es la venganza del protagonista, claro.
Pero que haya una venganza no elimina el amor, el humor, la política, la corrupción, la pasión e incluso la reflexión acerca del bien o el mal. El Conde de Montecristo es, posiblemente, la mayor novela de aventuras de la historia. Y es una de venganza, donde cabe todo lo demás”.
Ambientada en un presente valenciano, se apoya en el proverbio africano de acompañarse para llegar más lejos.
El protagonista recoge, con descaro unas veces y con pena familiar otras a unos personajes que enriquecen la novela y sirven como muletas de las subtramas que enriquecen el texto para avanzar en un ejercicio literario alejado de lo acostumbrado.
“Después de mis tres últimas novelas, con las que afortunadamente se ha divertido mucha gente, era yo quien necesitaba divertirme. Y hacerlo probándome a escribir algo alejado de la exigencia y el rigor de una histórica. Me apetecía mucho poner a prueba una novela diferente, a disposición de quienes disfrutan con mis libros pero también para quienes se leen tres o cuatro al año”. Lo consigue.
Alandes escribe algo actual, donde la tecnología es una herramienta y, sin embargo, el arte y el amor tienen un papel fundamental en la ejecución de la venganza. Porque tecnológico sí, vengativo a veces, pero romántico, Alandes es todo el día.
El autor no esconde que “lo que mueve el mundo es el amor. Es, además, una palanca ambivalente. Porque para que el amor se disfrute hacen falta dos personas.
Y eso me sirve como recurso para enfrentarlo con la venganza, donde solo se necesita una persona”. Porque, en el libro, los personajes hacen cosas ilegales, alegales en otros y definitivamente amorales y, sin embargo, consigue que empaticemos.
“Luca es una de las mentes más privilegiadas del mundo y consigue su fortuna para rendir venganza. Pero lo hace todo, desde la inteligencia. Desde el cálculo de ser el más listo de la habitación. Y eso nos seduce. La inteligencia es lo más sexy del mundo. Ha trabajado mucho para conseguir ese dinero para arriesgarlo todo, incluso su vida y la de su equipo y lo hace de una manera completamente consciente por sus motivos. Y no tienen por qué saberlos ni siquiera los que están trabajando con él y ahí hay otro de los conflictos de la novela”.
Las motivaciones y las empatías juegan un papel fundamental en este libro. ¿Es reprobable cualquier acción inmoral si los motivos son justos? ¿Quién lo decide?
Dante escribió mejor que nadie el dilema de dejarse vencer por la obsesión buscando de un objetivo determinado: “Amor, que al noble corazón pronto se apresa, prendió a este de la bella forma mía que me fue arrebatada, y aún me pesa”.
La responsabilidad moral es de cada uno, y en el juego de El Rey de bronce, la línea es fina. Alandes, actualísimo, ejemplifica en el UCM: “Thanos en los vengadores quiere eliminar el 50 % de la población del Universo porque no hay recursos suficientes para alimentar a todo el mundo.
Podemos estar en total desacuerdo con el método, pero no le falta razón. Seguramente en La Tierra ya no haya recursos para todos, por lo tanto no estamos de acuerdo la solución pero comprendemos sus motivos y esa forma de ser malvado hace que cobre otra dimensión”. Y ahí presenta este autor otro debate: las capas múltiples de personajes.
Así, entre todo el derroche literario, entra el último debate que plantea: ¿Qué dice de sí mismo alguien que tiene una obra de arte falsa y la expone sin reparos, sabiendo que es apócrifa?
El arte falso mueve miles de millones en todo el mundo, y lo hace desde el ego. Desde la debilidad del propietario. Porque pintar una falsificación De Goya puede ser incluso un ejercicio para un aprendiz. Pero gastarse millones en una falsificación es, si lo sabes mediocre. Y si no lo sabes, de bobo.
“Los que se pueden gastar esas cantidades de dinero en arte, auténtico o no, necesitan unos alicientes vitales que la gente normal no entendemos. Así que para ellos tener un Vermeer, un Rembrandt o un Velázquez es fundamental. El mercado del arte falso no es solo amor al arte. Es amor a demostrar quién eres y cuál es tu estatus, es golpear más fuerte que el resto”.
Alandes abre en su nueva obra un nuevo género, olvidado, el thriller de robos, de la banda que seduce con inteligencia y un plan. Y lo hace con un estilo donde, por encima de todo, destaca el oficio de escritor que sabe jugar con el lector. Eso y, con su permiso, también Pietra Santamarta, claro.