El otro día leía una noticia que me dejaba con el corazón encogido y la indignación y el enojo en plena efervescencia. Se trataba del acoso sufrido por un niño con parálisis cerebral por parte de varios compañeros de clase.

Los angelitos, no contentos con hacer la vida imposible a su víctima y burlarse de él, lo grabaron para jactarse de su gesta, como si de algo importante se tratara. Y era, desde luego, importante, aunque no en el sentido que ellos pretendían.

Aunque pueda parecerlo, no es un caso aislado, aunque haya trascendido por la especial crueldad que supone habida cuenta las características de la víctima y el hecho de existir una grabación.

No quiero ni pensar en el sufrimiento de ese niño, y también en el de sus progenitores al presenciar semejante barbaridad. Si a mí, como a cualquier persona con una mínima sensibilidad, me duele, lo suyo debe ser tremendo. Y terrible.

Pero, como decía, no es un caso aislado. Es solo la punta de un iceberg formado con hechos, más grandes y más pequeños -no me atrevo a decir más o menos graves porque el acoso es grave siempre- que suceden cada día en muchos lugares.

Niños, y también adultos, que se ceban con alguien aparentemente más débil, con el solo propósito de divertirse o de pasar un buen rato. Sin querer ver el daño que causan.

No obstante, lo peor de estos casos es el silencio. El silencio cómplice de todas las personas que están alrededor y callan o miran hacia otro lado, por comodidad o tal vez por miedo de convertirse en la próxima víctima, mientras que la persona afectada sufre tanto que, en ocasiones, llega al suicidio. Y entonces llega el llanto y el rechinar de dientes, como decía la Biblia.

He oído más de una vez voces de personas que minimizan el acoso. Que no le dan importancia e incluso que culpabilizan a la víctima por no reaccionar. Siempre hay alguien que dice que estas cosas han existido toda la vida, que en los colegios siempre se metían con el gordito, con el que llevaba gafas o con el que, por una u otra razón, era diferente, y no pasaba nada.

Pero sí que pasaba, y quien dice esas cosas, seguramente, jamás le preguntó al gordito, al que llevaba gafas, o al que era diferente cómo se sentía. Ni muchísimo menos se ha molestado en saber cómo afectó eso a su vida y a su desarrollo personal. Porque no le importaba lo más mínimo.

Es verdad que ahora estas cosas se miran mucho más, pero todavía queda mucho camino por recorrer. Todavía hay mucho silencio, y mucha minimización y pasividad, como si las cosas fuera a arreglarse solas. Y nunca, nunca, se arreglan por sí mismas, ni siquiera en el caso de que la víctima consiga superarlo. Porque esa superación nunca sale gratis.

Es necesario un ejercicio de empatía que no siempre hacemos. Y también es necesario romper el silencio y no seguir al grupo por miedo a ser excluidos.

Respecto a eso, siempre recuerdo que, en mis tiempos de colegio, más de una vez fingía no saberme la lección y hasta copiaba en los exámenes pese a conocer las respuestas por miedo a que me estigmatizaran como "empollona", con todo lo que ello suponía.

Así que, la próxima vez que veamos risas o burlas respecto de una persona en un grupo, o maniobras para excluirla, pensemos un momento en cómo nos sentiríamos si fuéramos los señalados. O, más aún, cómo nos sentiríamos si la víctima fuera nuestra hija o nuestro hijo. Tal vez así romperíamos esa cadena de silencio que tanto daño hace.