
La impostora
Muchas veces he oído hablar del síndrome del impostor. O de la impostora, porque es más frecuente en mujeres que en hombres, como tantas otras cosas a las que nos han forzado las circunstancias.
El síndrome de la impostora consiste, esencialmente, en no creerse digna de haber llegado adonde se haya llegado, por mucho que sean los méritos y mucho más el esfuerzo invertido en lograrlos.
Según la Wikipedia "es un cuadro psicológico en el que la gente se siente incapaz de internalizar sus logros y siente un miedo persistente a ser descubierta como un fraude".
Hasta que leí sobre ello, nunca me había planteado que esas cosas pasasen, pero, dándole una vuelta, me percaté de que conozco muchas amigas que lo padecen o lo han padecido alguna vez. Incluso yo misma me he sentido así, aunque en un principio nunca lo hubiera pensado.
En mi caso, lo de ser fiscal no plantea dudas. Se acaba la carrera de Derecho, se aprueba la oposición, y desde ese momento se nos da un título que, salvo que se haga una barbaridad muy gorda y además te pillen, dura de por vida. Ahora bien, lo de creerse si una lo merecía o no es otro cantar, un jardín en el que no me meteré hoy.
Pero donde la impostora se apoderó de mí hasta hace poco, y aún de vez en cuando sigue haciéndolo, es en el oficio de escritora. Me costó mucho reconocerme como escritora, por más que hubiera publicado diez libros -en breve, alguno más-, hubiera colaborado en más de medio centenar más y hubiera escrito un número artículos que ya se escribe con cuatro cifras.
Pero ni así. De hecho, conforme escribía esto, una voz interior me decía que no me venga arriba, que cantidad no es igual a calidad y que lo de llamarme "escritora" igual me viene grande. O sea, el síndrome de la impostora brillando en todo su esplendor.
Lo que yo pensaba, y a veces sigo pensando por más que trate de acallar a la dichosa vocecita, es que es muy osado meterme en el mismo saco que mujeres a las que admiro profundamente -también a hombres, por supuesto, aunque no sea el caso- como Rosa Montero, Almudena Grandes o Irene Vallejo, por citar a unas pocas.
Y he de decir que fue la propia Rosa Montero, cuando tuve el honor de presentar uno de sus libros en la Feria del libro de Valencia, la que, con tanta elegancia como gracia, me reprendió por ello. Y cada vez que la vocecita me asalta a traición, me acuerdo de ella y tiro adelante. Pues, sí, soy escritora.
Y es que todo el mundo necesita ese empujoncito que le hace despegar. El mío tuvo lugar por obra y gracia de otra escritora a la que admiro, además de tener la suerte de contar con su amistad, Rosario Raro.
Nunca le agradeceré bastante que me animará a publicar mi primer libro, pero, sobre todo, nunca le agradeceré lo suficiente una frase con la que también acallo a la vocecilla cuando aparece. Rosario me decía que yo no tenía derecho a guardarme para mí lo que escribía, que era mi deber compartirlo con la gente. Y, por suerte, le hice caso.
Hoy, cuando escribo este artículo, todavía siento un poco de vergüenza al hablar de mí misma y de mis letras, pero creo que eso también es culpa de la impostora. Juro que, poco a poco, voy a acabar con ella.
Y, como el movimiento se demuestra andando, aquí va una prueba. La publicación de este artículo en el que hablo de mi misma y me defino como "escritora". A ver si la puñetera impostora capta el mensaje y me deja en paz de una vez.