Una vez más, algo ha fallado. Y una vez más, lo han pagado las personas más vulnerables, los niños. La noticia saltaba estos días. Un hombre asesinaba a sus dos hijas y luego se suicidaba. Una noticia tan impactante como difícil de comprender. Y, por desgracia, más frecuente de lo que quisiéramos.

También como siempre, analistas y todólogos varios tratando de encontrar culpables en lugar de buscar soluciones. Nada nuevo bajo el sol.

De nuevo, la violencia de género vicaria nos ha azotado en plena cara. Como ocurrió con los niños Rut y José, con las niñas de Canarias, con las de Castellón y, más recientemente, con el niño de Sueca, un desalmado acababa con la vida de sus propias hijas con el mero propósito de causar el peor daño posible a la que fue su pareja. La forma más cruel de destrozar a alguien, sin duda.

La violencia vicaria es la prueba evidente de que el amor nada tiene que ver con la violencia de género. Que no hay amor en quien trata a quien debería querer como un mero objeto de posesión, y que no lo hubo nunca. Por eso, cuando ese objeto de posesión desaparece de su ámbito de poder, está dispuesto a todo. Hasta a acabar con la sangre de su sangre.

Es difícil, por no decir imposible, entender que alguien pueda matar a sus hijas o hijos. Es imposible concebirlo para cualquier persona, pero, especialmente, para cualquier padre o madre, que lo daríamos todo con tal de evitar un sufrimiento a nuestras criaturas. Posiblemente, por eso sea tan difícil de evitar. Porque no nos cabe en la cabeza.

Lo fácil, y lo digo sin acritud, es esgrimir esa frase que a todo el mundo ronda en la cabeza: "un maltratador no es un buen padre", y llevarnos las manos a la cabeza porque esta bestia tuviera un régimen de visitas. Pero, desde mi experiencia de muchos años en un juzgado de violencia sobre la mujer, puedo decir que no es fácil. Nada fácil.

Porque esa otra frase que esgrimimos en Derecho y en la vida, la de que debe primar siempre el interés del menor, no tiene una interpretación unívoca. Puedo asegurar que hay tantas posibles interpretaciones como personas hay en el mundo. Y ahí es donde radica el quid de la cuestión.

En este caso, había un régimen de visitas. A pesar de que el Ministerio Fiscal y el juez vieron indicios suficientes para decretar un alejamiento y su control por dispositivo telemático, fue la propia mujer quien insistió para que ese control se eliminara y para que las visitas se desarrollaran con la normalidad que el punto de encuentro, el recurso acordado en principio, no permite.

Conste que no estoy culpabilizándola. Me estoy poniendo en la piel de quien no podía imaginar que la persona que un día escogió para ser el padre de sus hijas pudiera llegar a estos extremos. Y, como ella, nadie más pudo verlo. Hay quien hoy esgrime que, si cedió, lo haría bajo presiones o amenazas, pero créanme si les digo que no es tan fácil. Ojalá lo fuera.

Lo he dicho muchas veces y lo repito. En los Juzgados gestionamos el fracaso. Solo podemos actuar cuando ya se ha cometido un delito, y solo podemos adoptar medidas cautelares cuando ya se ha cometido un delito y en proporción al mal causado. No somos órganos preventivos, por más que se hable de valoración del riesgo.

El riesgo que valoramos siempre tiene como premisa la comisión de un hecho delictivo y eso es, precisamente, lo que nunca debería haber pasado porque se tendría que haber evitado. ¿Cómo? Pues ahí está la clave. Y ahí es donde deberíamos incidir con más medios y con más posibilidades de detectar un riesgo más allá de la tarea judicial, que complementa, pero nunca puede suplir la prevención.

En una sociedad donde cada vez hay más jóvenes que niegan la violencia de género, en la que cada vez hay más políticos que la utilizan como arma arrojadiza o como objeto de rédito electoral, la sociedad ha de dar la cara. Y la ha de dar con el completo rechazo al maltratador y el total apoyo a las víctimas.

Pensémoslo la próxima vez que alguien frivolice con el machismo o minimice sus consecuencias. O seguiremos llorando tragedias tan terribles como esta.