Soy consciente de mi falta de originalidad, de que han corrido ríos de tinta sobre el tema, y los que quedan por correr. Pero, siendo valenciana, no puedo dejar de escribir sobre esta tragedia que todavía nos tiene con el alma en vilo, ese incendio pavoroso que jamás olvidaremos. Porque es lo que toca.

No voy, por supuesto, a elucubrar sobre las causas del siniestro, ni a hablar de materiales de construcción. Ni me corresponde, ni sé, ni debería hacerlo, aunque lo supiera. La investigación judicial está en marcha y la reserva y el secreto que la acompaña, también. Como debe ser.

Pero sí quiero hablar de algo que me preocupa como ciudadana, y que creo que hay que decir. En estos días se han sucedido las noticias acerca del incendio, como no podía ser de otra manera. Miles de historias humanas, tan humanas como cada uno de los habitantes, de lo que fueron hogares y hoy son solo cenizas. Y tan humanas como las de quienes se jugaron sus vidas para salvarles, gracias a quienes lloramos a muchas menos personas de las que pudieron ser.

Los bomberos hicieron un trabajo encomiable. Uno de esos de quitarse el sombrero, posiblemente como muchos otros de los que hacen a diario y de los que nadie se entera. Pudimos asistir a ello en directo, con el rescate de esas dos personas que quedaron atrapadas en un balcón y nos tuvieron con la angustia enganchada en la garganta durante más de dos horas.

Y, precisamente, a propósito de esto, me hago la primera de mis preguntas ¿De verdad era necesario retransmitir minuto resultado, como si de un acontecimiento deportivo se tratara, este rescate? ¿Qué hubiera pasado si el desenlace hubiera sido otro, y hubiéramos asistido a un horrendo final? ¿Hubieran seguido emitiendo las televisiones, y hubiéramos permanecido pegados a nuestras pantallas?

La pregunta es, sin duda, retórica, porque mucho me temo que conozco la respuesta, pero también sé que, si me pongo en su lugar, o en el de sus familias, lo último que hubiera querido es convertir la tragedia en espectáculo.

Detalle de la fachada del complejo incendiado en Campanar.

Detalle de la fachada del complejo incendiado en Campanar. Efe / Manuel Bruque

Tal vez ahí empezó ese tránsito del rojo fuego del incendio, al amarillo de ciertas informaciones. Pero no todo vale. Y menos aún cuando nos jugamos tanto, de presente y de futuro.

A estas alturas, todo el mundo sabe de la familia que, por desgracia, falleció en el incendio. Pero lo que deberíamos saber, y contar a los cuatro vientos, es que se hizo todo lo humanamente posible, y lo imposible también, para salvarlos, que los bomberos actuaron no solo conforme al protocolo, sino más allá de sus límites, a riesgo de su propia vida. Y cuestionar esto es, además de mezquino, falso. Y, sobre todo, irresponsable, que es lo que más me preocupa.

Quienes insinúan -o algo más- fallos en su actuación, están jugando con más vidas futuras de lo que suponen. Están transmitiendo a la ciudadanía el peligrosísimo mensaje de que cabe desobedecer las órdenes de quienes están al mando del salvamento y conocen cómo se ha de actuar.

Están dando vía libre a las elucubraciones y a que, si el día de mañana ocurriera otra desgracia parecida, la gente huyera despavorida sin hacer caso a las indicaciones de los que saben.

Están, en un supuesto extremo, jugando con la posibilidad de que haya más muertos en escaleras y vías de salida en una eventual huida descontrolada. Están, en definitiva, abocándonos a una tragedia de mayor magnitud. Porque no podemos olvidar que, si las cosas no fueron todavía peores, fue gracias a los bomberos y equipos de emergencia.

El dolor es muy grande, y puede justificar que quienes lo sufren en primera persona, le den rienda suelta y digan cosas que no deberían decirse. Pero la profesionalidad de quienes informan ha de estar a la altura, y no dar pábulo a ese morbo que nos lleva, directamente, del rojo al amarillo. Nos jugamos demasiado para permitírnoslo.

No todo vale para aumentar audiencias.