Esta misma semana, una buena amiga compartía conmigo primero, y con el universo tuitero –me cuesta llamarlo X- algo que le había pasado en su vida analógica, y que nos hizo pensar. Y quería reflexionar sobre ello.

Mi amiga caminaba por la calle, como solemos hacer, corriendo de un lado a otro, cuando tropezó y se cayó al suelo. Hasta ahí, todo normal, si no fuera por lo que vino a continuación. O, mejor dicho, por lo que no vino.

La caída no fue cualquier cosa, y mi amiga se hizo daño. Tanto, que no se podía levantar, y se le caían las lágrimas de dolor. Pero, y aquí viene lo peor, esas lágrimas de dolor pronto se tornaron lágrimas de rabia y de impotencia. Porque nadie acudió a socorrerla.

Estoy hablando de algo que ocurre en pleno día, en un lugar concurrido y en un pueblo de tamaño medio, no de un páramo en mitad del desierto ni de horarios desacostumbrados. Por tanto, y como cualquiera puede imaginar, pasó gente.

Para ser exacta, y siempre según me cuenta mi amiga, fueron al menos tres personas las que, de manera sucesiva, y por separado, pasaron junto a ella, la vieron en el suelo, y siguieron andando como si tal cosa. Totalmente ajenos a sus lágrimas, a su dolor, y a su imposibilidad de levantarse. Nadie le tendió una mano para ayudarla a ponerse en pie, ni le prestó un teléfono, ni llamó en busca de auxilio. Ni siquiera le preguntaron si le pasaba algo. Se limitaron a mirarla, y dejarla en el suelo como si la cosa no fuera con ellos, y siguieron a lo suyo.

Al final, mi amiga consiguió reptar como pudo hasta donde quedó tirado su bolso, y pudo acceder a su teléfono móvil y teclear en demanda de alguien que la socorriera. Obviamente, logró ponerse en pie y, por suerte, no parecía tener nada roto. O nada, al menos, de lo que aparece en una radiografía, porque algo dentro de ella sí que se fracturó, como también nos pasó a las personas a quienes nos lo contaba.

Porque sucesos como este rompen la confianza en el ser humano y siembran muchas dudas de adónde nos dirigimos como sociedad. ¿Qué nos ha pasado para no ser capaces de socorrer a un ser humano que pasa por un mal trago? ¿Dónde fueron a parar sentimientos como la solidaridad, la compasión o la empatía?

Es muy triste que algo así pase, sobre todo cuando haber ayudado era algo sencillo y fácil. Bastaba con haber telefoneado a Emergencias, o haberle acercado a mi amiga su bolso, desparramado en el suelo con su móvil dentro. Pero ni eso fueron capaces de hacer las tres personas que pasaron por allí.

No obstante, cuando mi amiga, y yo con ella, estaba a punto de perder la esperanza en la humanidad, una lucecita de esperanza contribuyó a pegar los trozos rotos de su confianza. Y esa lucecita vino, ni más ni menos, que de la mano de las redes sociales, esas que tanto abominamos en ocasiones. Contó lo que le había sucedido y, de inmediato, una ola de cariño y de empatía empezó a crecer hasta casi salirse de la pantalla de ese mismo móvil hasta el que tuvo que arrastrarse en busca de auxilio. No estaba todo perdido.

De toda esta historia, tan habitual como extraordinaria, hay que sacar conclusiones, e invito a quien me lea a acompañarme en este esfuerzo. No podemos permitirnos una sociedad donde nos importe un pimiento lo que le pase a quien está a nuestro lado. Y no solo porque mañana podemos ser cualquiera de nosotros quienes nos encontremos en su situación, sino, sobre todo, porque somos personas. Y las personas no nos podemos comportar como si fuéramos robots sin alma.