Hace unos días leía los últimos datos que nos traía el CIS con una mezcla de estupefacción y horror, y diría que si me pinchan no sangro, si no fuera que ya hace tiempo que estoy curada de espanto. Por desgracia.

Por supuesto, no me estoy refiriendo a intenciones de voto, ni a avances o retrocesos de los partidos políticos o cosa parecida, sino a algo tan cercano -o que debería serlo- como la percepción de la igualdad. La que tenemos las mujeres y la que tienen los hombres. Y eso es lo que, precisamente, me tiene hablando sola.

Según esa encuesta, más del 44 por ciento de los hombres piensa que se ha llegado tan lejos en la promoción de la igualdad de las mujeres que ahora se les está discriminando a ellos. Así, tal como suena. Y eso, a pesar de que una proporción incluso mayor de las personas encuestadas no tiene ningún empacho en reconocer que las mujeres dedican el doble de tiempo a las labores domésticas que los varones.

Y, para acabar de rizar el rizo, resulta que cerca de la mitad de los hombres encuestados dicen que las desigualdades entre mujeres y hombres siguen siendo grandes o muy grandes. Todo un gazpacho de datos que se indigesta como si tuviera triple ración de pepino, dicho sea con todo el respeto para el alargado vegetal.

Así que, según todo esto, a pesar de que trabajamos el doble en la casa que los hombres, un buen porcentaje de estos, cuando se trata de poner medidas para remediar estas desigualdades históricas, ponen el grito en el cielo, victimizándose hasta el punto de considerar que son ellos los discriminados. Así, como suena. Por más que ese sonido chirríe y desafine.

Y, como una cosa lleva a la otra, esa sensación -falsa- de sentirse discriminados, desemboca en un negacionismo de la violencia de género que cada vez tiene más adeptos entre la gente joven. Un dato preocupante hasta decir basta, y que ya fue advertido por el último estudio realizado por el Centro Reina Sofía.

¿Por qué?

Y, ¿por qué ocurre esto? Y, lo que es peor, ¿por qué cada día ocurre más? Es una pregunta a la que hay que dar respuesta cuanto antes, porque es imposible solucionar un problema -o, al menos, intentarlo- sin conocer qué es lo que lo causa. Y ahí hay mucha tela que cortar.

No podemos negar que, de un tiempo a esta parte, se han instalado en las instituciones partidos que, entre sus postulados, incluyen abiertamente la negación de la violencia de género como tal. Y eso no hace sino blanquear esa postura y romper algo que había costado mucho de lograr, el consenso en la lucha contra esta terrible desgracia. De ahí a abrir la veda contra los postulados del feminismo, incluso con el ofensivo término de “feminazis”, solo hay un paso.

El problema es que este edificio se ha ido levantando con cemento cuajado de mentiras, medias verdades y leyendas urbanas y que, como ocurre con el cemento, cuanto más se endurece más difícil es de eliminar.

Y así, jóvenes que ni siquiera han llegado a la mayoría de edad, repiten como una letanía referencias a denuncias falsas, desaparición de la presunción de inocencia, inversión de la carga de la prueba, suicidios de hombres causados por mujeres u ocultación de cifras de hombres agredidos como si se trataran de verdades universales e irrefutables, aunque ni siquiera conozcan el significado de la mitad de las palabras que emplean.

Como de muestra vale un botón, contaré que, en una charla en un instituto, un muchachito me dijo, creyéndose en posesión de la verdad, que yo no conocía el contenido de la ley y que se brindaba a enviármela por correo electrónico. Lo más triste es que de nada me sirvió recordarle los más de treinta años que llevo trabajando de fiscal tras una difícil oposición y una carrera universitaria, porque él seguía a lo suyo. Que, si quieres arroz, Catalina.

Por todo esto, no podemos leer estos datos y quedarnos igual. Porque si nos resignamos, tal vez la siguiente encuesta del CIS hable de más hombres que se sientes 'discriminaditos' por el solo hecho de tomar medidas para hacer posible la igualdad. Y, si es así, esa igualdad que llegamos a tocar con la punta de los dedos se nos acabará escurriendo. Y eso no lo podemos consentir. De ninguna de las maneras. Ni las mujeres, ni tampoco los hombres.

Porque, aunque haya quien quiera vendernos otra cosa, una sociedad en igualdad es una sociedad mejor, Para todas las personas