Mi abuelo murió hace diez días. Fue bastante sobrevenido. No tenía enfermedades graves. Acababa de cumplir 85 años y, simplemente, estaba algo flojo. Yo justo acababa de visitarle. Fui a verle el domingo previo, dos días antes. "Por lo menos pudisteis 'despediros'", me repite todo el mundo. Pero yo me siento culpable.

La realidad es que pasaba poco por su casa. Me pillaba de camino a mi pueblo, pero solo paraba cada dos o tres viajes, unas cinco veces al año.

Compartí con él su último domingo, sí, pero por pura casualidad. Y la visita ahora me estremece. "M'alegre molt de vore't, Dani", me dijo. Era un hombre frío, pero estaba más cariñoso que nunca. Fui con mi hijo. Se emocionó al ver a su bisnieto. Más cuando le besó en la mejilla. Más aún cuando le enseñé una foto suya vestido del Valencia CF y le conté que ya era socio de nuestro equipo.

Podría decirme a mí mismo que lo visité pese a estar en mis semanas de trabajo más intensas. Podría relativizar. Repetir que decidieron ellos vivir alejados. Pero la realidad es que pude pasarme mucho más.

Hoy mi abuelo no está, y me atenazan las razones peregrinas que me alejaron de su casa. El trabajo, ese deber incuestionable que tanto absorbe, se vuelve ridículo al constatar las valiosas renuncias que exige.

Fue un abuelo arisco, pero era el mío. Gruñía, nos reñía, causaba mucho respeto. Pero limpiaba cada verano la piscina para vernos nadar en su chalet, donde pasábamos el verano. Desde el agua le veía disfrutar sentado con solo mirarnos desde lejos.

En el velatorio me dolió descubrir detalles suyos que desconocía por boca de sus amigos. Renovaba cada año la licencia de un rall que hacía lustros que ya no lanzaba. Yo le vi hacer aquella magia, capturar 50 llobarros de un solo lanzamiento y repartirlos entre los vecinos y curiosos de la playa. Éramos incapaces de arrastrar aquel capazo de pescado.

Qué menos que el pequeño homenaje de su nieto periodista a don Vicente Gómez Puchades, un emprendedor de los años 60. Fue buzo, se jugaba el tipo bajo el agua en la compleja tarea de botar los barcos nuevos. Y pasó de 'hombre rana' en los astilleros del puerto de Valencia al negocio de los coches de ocasión.

Aprovechó bien los contactos que hizo en el club náutico, cuando acudía al auxilio de adinerados que perdían el ancla de sus barcos u otros enseres. Detectó que aquellos hombres pudientes cambiaban rápido de coche y no sabían qué hacer con los que descartaban. Montó un negocio próspero de compraventa de vehículos con el que mantuvo de forma holgada a una familia humilde del barrio de Nazaret.

Un buen amigo me contó que a él le pasó al contrario que a mí. No visitó a su abuelo el fin de semana por la vorágine del trabajo y el hombre murió a los pocos días.

Me insiste en que debo valorar que yo sí tuve la ocasión de 'despedirme'. Y lo valoro, de verdad que lo hago. Pero tengo un sentimiento de culpa muy parecido al suyo. Hoy me duele la alegría de mi abuelo al verme, porque se la di mucho menos de lo que pude.