javier-navarro

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Opinión

La fatiga

Publicada

El País publicó en septiembre una entrevista a Marina van Zuylen, una filóloga y ensayista que está empeñada en ponernos frente al espejo como sociedad: su tesis consiste en que nos pasamos la vida actuando para otros. Pocos meses antes, en febrero, el mismo periódico publicaba un fragmento de su último libro, “Elogio de las virtudes minúsculas” (Siruela, 2025), en el que divaga sobre la idea martilleante de que, al llegar a los cincuenta (aunque no haya que irse tan lejos; con los treinta bastan) nos preguntamos si podíamos haber hecho algo más con nuestra vida. La escritora, catedrática del Bard College de Nueva York y nacida en la pudiente Boston, defiende que no es ningún drama ser “corriente” —incluso mediocre, aunque siempre sin renunciar a revolverse contra las injusticias— y que la mayor catástrofe que podemos temer no es otra que nuestra posible insignificancia personal. Es así y es mejor saberlo cuanto antes: somos insignificantes.

Su defensa del punto medio —ni muy alto ni muy bajo, ni muy ambicioso ni muy conformista— es una enmienda a los cánones narcisistas en los que todos queremos encajar. Aunque sea deformando las hormas que dicta nuestra genética, estamos emperrados en entrar en unos zapatos de una talla menos, en explotar —y presumir— unas cualidades con las que no fuimos engendrados para encajar y ser reconocidos. La soledad es dura; pero más duro todavía es el miedo al rechazo.

El salario de nuestro tiempo es el reconocimiento externo, explica van Zuylen, esa “validación” que está haciendo de oro a psicólogos y psiquiatras. No es casualidad que las consultas de esas especialidades estén a rebosar de almas despojadas de ilusión, agotadas, desasosegadas y desasosegantes como el futuro incierto al que nos enfrentamos.

Leyendo sus ensayos —también su alegato a favor del aburrimiento, publicado con el título “A favor de la distracción” (Elba, 2018)— se entiende que esa necesidad de reconocimiento existe porque nos hemos convertido en moneda de cambio, en una herramienta de especulación: “tanto eres, tanto vales”. Llevar a la práctica un viejo refrán, lejos de tener gracia, desencadena consecuencias capaces de romper sociedades y devastar generaciones. Ya lo adelantó Black Mirror —junto con Los Simpson, una cantera inagotable de adivinaciones al modo de Nostradamus—, en un capítulo en el que las personas podían acceder a determinados servicios según su puntuación. Como si se tratase de un restaurante o una tienda, los amigos, conocidos y personas con las que la protagonista se cruzaba calificaban la experiencia de encontrarse con ella del 1 al 5. No estamos tan lejos de eso: mientras ganamos distancia con los principios humanistas, nos acercamos a la monetización total de nuestras vidas, convertidos (con suerte) en una mera rueda de una gigantesca maquinaria. En el trayecto, tornillos que no encajan, arandelas sueltas y brocas de calibre inútil son arrojadas a la basura de la inutilidad.

La metáfora no busca enmascarar la creciente tasa de suicidios (han crecido un 20% desde 2018) ni las anomalías en la curva de la felicidad (ahora los veinteañeros son más infelices que sus padres), sino todo lo contrario: reivindicar que “no está mal no hacer nada” —se lo tomo prestado a Zuylen—, además de apelar fervientemente a la resistencia pasiva. La lucha diaria por producir, por responder a las expectativas de nuestro círculo más íntimo (ni qué decir del laboral) nos erosiona como los ríos hacen con los valles, despojándonos de células vivas que desaparecen a un ritmo acelerado, como acelerados van nuestros corazones y relojes en una cuenta atrás imparable acompañada de una agenda repleta de tachones pasados y tareas venideras.

Trece años después de publicarse, el manifiesto de Nuccio Ordine en defensa de la “utilidad de lo inútil” parece más necesario que nunca: la necesidad de aburrirse, de procrastinar, de andar por andar, de pensar por pensar, de leer libros de “antiayuda”, de negarse a aceptar la esclavitud de esos apéndices en forma de teléfonos inteligentes. Uno de esos aparatos terribles; uno como el que me ayuda a escribir estas líneas.