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Ha dicho Luis Rubiales que la dictadura de lo “woke” va contra el hombre heterosexual. Se le ha olvidado añadir el color de piel “blanco” en la ecuación, pero yo se lo recuerdo. Esas declaraciones desfilaron por mi móvil junto a otros vídeos en una red social muy popular entre los más jóvenes, así que por mera estadística hizo lo propio en algoritmos similares al mío, nada afines al personaje condenado por un beso no consentido. Si acabó en mi teléfono, prefiero no pensar qué contenido saltará en las pantallas de esos jóvenes que se muestran orgullosamente “patriotas”, “antifeministas” y demás vocabulario de mentalidad prematura.
Los argumentos de Rubiales tienen cierto parecido a los de la reciente ganadora de la no-sé-cuántas edición de Masterchef Celebrity, Mariló Montero, cuando visitó el programa de David Broncano. En horario y espacio de máxima audiencia, dijo que últimamente notaba que no se podía decir lo que se pensaba. Lo dijo allí, firme y cuajada como un árbol recién plantado, delante de toda España, en la misma cadena pública en la que resultaría semanas más tarde vencedora entre un elenco de “talentos”. Debe ser duro vivir en una dictadura paralela en la que uno cree no poder decir nada mientras practica a la vez la libertad absoluta de decir lo que se piensa. Por decoro a quienes lo pasaron (y siguen pasando) mal en las dictaduras de verdad, quizás el término apropiado no sea “duro” sino más bien cómodo, o fácil, incluso divertido a tenor de las risas que se ha echado la presentadora navarra durante la grabación del programa.
Con aliadas también en el otro bando (esto es, entre las mujeres), parece que los hombres heterosexuales y sus secuaces andan cabreados con esto de no poder soltar barbaridades y tener que controlar sus instintos. Por eso mismo se enfadó Feijóo cuando se le afeó que preguntara a un colega de partido “qué le daba su mujer de comer”, o con un grado mayor de desparpajo, por lo mismo se sorprendió Ábalos de que le preguntasen por sus repugnantes actitudes misóginas. Parecía el exministro la víctima del juego en vez del verdugo, como si todo aquello formara parte de su intimidad. Saber que un porcentaje del presupuesto que debía costear las obras del puente del Centenario se destinaba a actividades de explotación sexual de mujeres es tan sonrojante como insoportable.
Ayer, 19 de noviembre, fue el Día Internacional del Hombre. La iniciativa se creó en 1992 en el Centro de Estudios Masculinos de la Universidad de Misuri-Kansas City (no nuestra Kansas City, la del indio, sino en la del presidente que llama “cerdita” a una periodista a bordo del Air Force One). Por lo que sea el día no arrastra ninguna manifestación, ni ninguna corriente de pensamiento crítico, ni siquiera unas simples jornadas. Todo eso les debe parecer a quienes cada 8 de marzo reclaman un Día del Hombre una cursilada, un programa panfletario innecesario, con la seguridad propia de quien no ha necesitado nunca un altavoz porque siempre lo tuvieron… y en prime time. Qué duras las nuevas dictaduras.
Siguiendo con el carrusel de vídeos, poco después de la bravuconada de Rubiales se me apareció el filósofo José Antonio Marina en una charla que se hizo viral hace unos años. En ella contaba que siempre planteaba a sus alumnos la pregunta de si todas las opiniones eran respetables. Los jóvenes salían en tropel a decir que sí, y a él le tocaba entonces explicar que lo único respetable era el derecho (la libertad, esa palabra tan manoseada) de opinar, pero que la verdadera respetabilidad se ganaba discutiendo las opiniones ridículas, infundadas, infectas. Aunque ahora esté de moda (sea por mera rebeldía o por inconsciencia), la opinión de que vivimos en una dictadura es, además de una falta de respeto a todas las víctimas dolientes de regímenes autoritarios, una gracieta de costes insospechados. Hoy, cincuenta años después de que Franco muriese en paz, deberíamos preguntarnos por qué en el escaparate nacional tenemos a partidos que defienden la existencia de la Fundación del dictador mientras niegan la violencia de género, a un personaje de laxa moral como Rubiales copando tertulias, a otro deleznable como Ábalos ocupando tranquilamente su escaño, a presidentes llamando “cerditas” a periodistas o a líderes políticos cantando “hijo de puta” a presidentes del gobierno entre risas. Todas esas anomalías nos conducen a una situación desconocida, extraña, ajena a las reglas hasta ahora conocidas.
Mientras pensamos en respuestas sosegadas, varias generaciones crecen viendo todo esto como algo normal, incluso divertido. La realidad condensada en vídeo breve, insultante, vivo, dinámico, fugaz. El país resumido en un reel cada vez más corto… hasta que sólo sea un fogonazo seco.