Álvaro Ramos.
De niño siempre me ha fascinado el desfile del 12 de octubre. Parece como si hubiese algo hipnótico en ver avanzar, a paso firme, a las Fuerzas Armadas por el Paseo de la Castellana. El despliegue de los carros de combate, la música militar marcando el compás, la variedad en la forma de desfilar de las distintas compañías. Todo ello, además, marcado por esa marcialidad y disciplina castrense tan características. Creo que, como yo, son muchos los españoles lo que se sientan cada año un par de horas frente al televisor para seguir ese acto tradicional. Quizás sin saberlo del todo, lo que comparten no es solo un desfile sino una herencia histórica y cultural.
El Día de la Hispanidad, coincidiendo con la festividad del Pilar, no es únicamente una evocación del viaje de Colón ni del llamado “descubrimiento de América”. Es, sobre todo, una celebración de identidad y de vínculos. De los lazos culturales, históricos y lingüísticos que, con sus luces y sombras, unen a España con los pueblos de América Latina. Lo que comenzó en 1492 como un encuentro entre dos mundos dio origen a una comunidad viva, con una lengua y una cultura extraordinarias. Por ello, el Día de la Hispanidad no debería ser una conmemoración de conquista ni de dominio, sino más bien, una celebración del encuentro y la herencia compartida.
Por eso, no es extraño que existan polémicas. En algunos países latinoamericanos, esta fecha se asocia con el colonialismo y la imposición. Incluso, dentro de nuestras propias fronteras, hay quienes rechazan la idea misma de hispanidad. Son debates legítimos, a veces, incluso necesarios. Pero conviene recordar que las naciones, como las personas, no se definen solo por sus fracturas, sino también por los lazos que logran tender. Negar el vínculo no lo borra. La historia no se deshace con consignas. No hay motivo para avergonzarse de ella, sino para comprenderla en toda su complejidad. Fuimos capaces de llevar nuestra cultura al otro lado del océano y también de aprender de aquellas tierras cosas que nos transformaron para siempre.
Y entre todo lo que compartimos, el español es quizá el mayor legado de esa historia común. Una lengua fruto de esa mezcla, de ese diálogo constante entre mundos distintos que aprendieron a entenderse. A mis estudiantes de Retórica suelo repetirles que la lengua no es solo un medio de comunicación, sino el reflejo más profundo de una identidad. Nos construimos con palabras. Por eso me entristece ver cómo en algunos territorios la lengua se usa como arma política, como frontera que separa en lugar de tender puentes. El español es hoy una de las lenguas más ricas y diversas del mundo. La hablan más de seiscientos millones de personas. Y en ella caben todos los acentos, todas las músicas y todas las maneras de mirar la vida.
Quizás ahora, cuando se aproxima el centenario de la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929, sea momento de recordar aquel espíritu. Aquella muestra no solo exhibió el progreso industrial o el potencial turístico de la época. También celebró el hermanamiento entre España y sus antiguos territorios americanos. Durante meses, Sevilla se convirtió en un crisol de culturas, una ciudad abierta al otro lado del Atlántico. Fue un tiempo de reencuentro.
Casi cien años después, tal vez debamos aspirar a lo mismo. A que el Día de la Hispanidad vuelva a ser una fiesta del encuentro y no del reproche. A mirar hacia el futuro con gratitud, conscientes de que lo que nos une —la lengua, la historia y la cultura común— pesa infinitamente más que lo que nos separa. Porque solo desde esa mirada compartida podremos seguir escribiendo, juntos, la próxima página de esta historia que, a pesar de todo, aún nos pertenece.