javier-navarro
La vida urbana contemporánea, en su afán de eficiencia, se ha convertido en una hélice infinita, una escalera de caracol que subimos y bajamos sin saber si desembocará en un cielo redentor o en un infierno sin fin. Henri Lefebvre ya intuyó esta condena en los años setenta, cuando advirtió que la rutina era la máxima expresión del capitalismo. En su “Derecho a la ciudad” no solo reivindicaba espacios públicos y participación ciudadana, sino también el derecho a romper la monotonía impuesta, a fracturar la geometría invisible de un tiempo y un espacio diseñados para que no salgamos nunca del mismo giro.
Basta leer las cartas al director en los diarios —o preguntarle a un vecino cómo está— para recibir una respuesta seguramente vaga, desesperanzadora, quizá alarmada, como de quien ve que el mundo se desmorona y considera que nada vale la pena. Es cierto que el mundo no nos lo pone fácil: a la repetición constante de trayectos, quehaceres, caras y conversaciones se añade el desgarro de las guerras y el paupérrimo contenido de los debates televisados. Aquella escalera que debía conducirnos hacia el cielo cada vez se parece más a una tuneladora en dirección al averno.
La ciudad que habitamos, esa a la que Rem Koolhaas llamó “genérica”, es una urbe sin atributos que crece por repetición de módulos: una suerte de encarnación de la profecía de Lefebvre. A Sevilla le brotaron edificios idénticos durante el desarrollismo, sustituyendo un caserío antiguo con muchas carencias, pero con carácter. En estos últimos años, la que estaba llamada a ser la pieza pivotante de la nueva Sevilla metropolitana —con el desapasionado nombre de “Entrenúcleos”— ha adoptado la forma de un tablero infinito, donde las calles son espacios rutinarios, plagiados, intercambiables, y donde para cruzar una plaza hay que invertir varios minutos y entornar los ojos para protegerse del sol. Aun sin estar terminada, la rutina no es solo temporal, sino también espacial: rotondas clonadas, avenidas sin sombra, bloques sin rostro. El resultado es esa desazón diaria escrita en las cartas al director; un sinsabor tan globalizado como sus anodinos bloques de viviendas.
El laberinto es, tal vez, la imagen más poderosa para ilustrar la condición de la ciudad contemporánea, aunque sus tramas ortogonales no guarden ya ningún misterio. Así lo entendió Jorge Luis Borges en el laberinto que describe en "La biblioteca de Babel", un espacio que, por repetición, corta la respiración y el cuerpo. La metáfora que plantea se parece a una de las cárceles dibujadas por Piranesi, pero también a una porción del damero urbanístico que crece a nuestro alrededor: “El universo (que otros llaman Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente”.
Borges vivió aquí, junto con su hermana Norah, en la Plaza Nueva, y se dedicó a empaparse del Ultraísmo y a tirar piedras contra la casa de Luis Montoto en Mateos Gago. Un guion nada previsible: todavía no estaba ciego ni intuía las ficciones que la vida le tenía reservadas. No sabemos si el trazado islámico de la Sevilla de 1919 inspiró su visión del mundo o la construcción de la imagen de ese laberinto-biblioteca, pero me gusta pensar que en alguna de sus incursiones secretas al barrio de Santa Cruz, cruzando una calle Génova aún sin ampliar, encontró algún hilo del que tirar, como Teseo, para llegar a ese mundo irreproducible de espacios borgianos.
Será difícil encontrar a alguna Ariadna haciendo de las suyas por Entrenúcleos, o por el futuro entorno de la Cruzcampo, al que esta semana le ha crecido milagrosamente la edificabilidad para dar cabida a un nuevo hotel. La ciudad genérica, habitada por consumidores en tránsito y trabajadores en piloto automático, no parece dar pie a historias sobre espejos, escaleras, hombres que recuerdan todo o ciudades en las que no muere nadie.
El reto del urbanismo contemporáneo tal vez consista en recuperar la complejidad sin renunciar a la habitabilidad, en pensar la ciudad como un ecosistema en el que la biodiversidad es sinónimo de éxito y el monocultivo, de muerte anunciada. El derecho a la ciudad del que hablaba Lefebvre es, en el fondo, el derecho a habitar un laberinto con centro, un tiempo con interrupciones, una rutina que se abra a la fiesta. Sin esa dimensión simbólica, la hélice infinita seguirá girando, y nosotros con ella, acercándonos poco a poco al infierno… pero sin Dante.