Andar y contar
El pasado viernes Sevilla volvió a calzarse las zapatillas. No era para huir del calor que aún aprieta en septiembre, sino para celebrar la Carrera Nocturna del Guadalquivir, que ya suma treinta y ocho ediciones y puede presumir, sin exagerar, de ser la carrera nocturna más multitudinaria de Europa. La ciudad, que a esas horas suele entregarse al paseo tranquilo o al terraceo con amigos, se transformó en un río humano que recorrió las principales arterias de la ciudad entre sudor y risas.
A medida que caía la tarde, miles de participantes fueron ocupando las inmediaciones del Paseo de las Delicias. Allí se respiraba un ambiente de fiesta, de esos que en Sevilla se dan con naturalidad, como si la ciudad supiera, por instinto, vestirse de gala incluso para hacer deporte. Y es que, para muchos, la Carrera Nocturna es toda una tradición. La mayoría lucía la camiseta oficial de la prueba, pero siempre hay quien se resiste a esa homogeneidad. Algunos corredores lucían las elásticas de sus clubes, otros que aprovechaban la ocasión para lanzar mensajes reivindicativos y, los más creativos, disfrazados de superhéroes, dinosaurios o de lo que le dictara la imaginación. Ellos arrancaban carcajadas y selfies a su paso.
La grandeza de la noche no estaba solo en la magnitud del evento, sino en su diversidad. Allí estaban los más pequeños, algunos cómodamente instalados en sus carritos, acompañados por padres que quizá soñaban con sembrar una afición temprana. También se veían rostros curtidos por los años, corredores veteranos que desafiaban al tiempo con cada zancada. Y en medio de todos, esa multitud anónima que corre por placer, por reto, por promesa o, sencillamente, por diversión. Porque no todos los días se puede atravesar Sevilla de punta a punta, sin coches y sin más preocupación que mantener el ritmo y disfrutar de la belleza nocturna de una ciudad única. Correr junto a la Torre del Oro iluminada, avanzar hacia el Parlamento andaluz, pasar por la puerta de la Basílica de la Macarena o descubrir fachadas nuevas bajo el brillo de las farolas.
La organización estuvo a la altura de un evento de este calibre, aunque no faltaron las quejas. Las bebidas tibias en una noche calurosa y la ausencia de avituallamiento sólido dejaron a más de uno con la sensación de que hay aspectos que mejorar. Si el Consistorio quiere seguir aumentando el número de participantes, convendría revisar esos detalles. Aun así, el balance fue claramente positivo. Todo funcionó con fluidez y la ciudad respondió como sabe, mostrando su entusiasmo a lo largo del recorrido.
Ahora, con las agujetas aun recordando cada kilómetro de la prueba, pienso que quizá lo más valioso que deja esta carrera es la metáfora que encierra. Al fin y al cabo, correr no es muy distinto de vivir. Todo requiere esfuerzo, constancia y paciencia. Hay momentos en los que las fuerzas flaquean, en los que uno se plantea abandonar y en los contratiempos que nos hacen dudar del camino. Pero seguir y encontrar un motivo para dar un paso más es lo que al final nos permite alcanzar la meta. Y cuando por fin se cruza el arco de llegada, la satisfacción es doble. No solo por cumplir el objetivo, sino porque uno se da cuenta de que todo lo recorrido ha valido la pena.
En la vida, como en la Carrera Nocturna, no importa tanto el tiempo que marquemos en el cronómetro. Cada cual tiene su ritmo, sus pausas o sus acelerones. Lo importante es llegar, sí, pero también hacerlo acompañado, disfrutando del trayecto y de las personas que corren a nuestro lado. Esa es la verdadera victoria.