Esta tarde, a las 20:19 horas, entraremos oficialmente en el otoño. Llegará como llega siempre, de una manera sutil, casi imperceptible.
Nadie notará nada especial en la vida que nos indique el paso de estación. Pero, de algún modo, todos sabremos que en cuestión de segundos despediremos el verano y nos adentraremos en un tiempo distinto. Un tiempo más lento y recogido.
Lo cierto es que hay señales, discretas pero evidentes, de que iniciamos un nuevo ciclo. Tras una semana de temperaturas sofocantes, los termómetros experimentan una bajada en sus mercurios y, quizás, las primeras lluvias empezarán a insinuarse.
El sol será más tibio que en los meses precedentes. Las tardes ya no se estiran tanto y los días comienzan a encogerse. En las aceras de Sevilla aparecen las primeras hojas amarillentas, que caen sin ruido, con una timidez que apenas interrumpe el paso del viandante.
En los próximos noventa días la ciudad vivirá una metamorfosis silenciosa. Una alfombra de ocres cubrirá el suelo. Las chaquetas volverán al perchero de la entrada y los jerséis nos acompañarán en las primeras y últimas horas del día.
A finales de octubre, cuando cambiemos la hora en los relojes, la luz se retirará pronto, y esa penumbra temprana nos obligará a retomar otros planes. Los cafés largos, las lecturas pospuestas o las series que esperan turno en el sofá.
Sevilla comenzará a oler a churros, a buñuelos y a castañas asadas en los puestos callejeros. Las frutas estivales dejarán paso a las granadas, los membrillos y los caquis que llenarán las despensas de los hogares.
Y es que el otoño tiene algo especial. Como una vuelta a casa, como una reconciliación con uno mismo. Quizás porque coincide con el inicio del curso, con la rutina que vuelve a poner orden en nuestras vidas.
Quizás porque invita a detenerse y a mirar hacia dentro en medio del vértigo del día a día. En mi caso, el otoño siempre me lleva a la infancia.
A los recreos en los que el aire fresco se colaba por el patio del colegio, a la calidez de la mesa camilla en casa de mis abuelos, al crujido de las hojas secas bajo los zapatos camino de vuelta a casa o a las meriendas de pan con aceite que mi madre me preparaba antes de hacer los deberes bajo la luz amarillenta de un flexo.
A veces creemos que las estaciones pasan de largo sin dejar huella, pero el otoño siempre nos toca de alguna manera. Es una estación de transición, que nos prepara emocionalmente para el invierno.
El propio Juan Ramón Jiménez lo describió diciendo que el otoño “en una decadencia de hermosura, la vida se desnuda, y resplandece la excelsitud de su verdad divina”.
Tal vez por eso nos conmueve tanto, porque en medio de ese ocaso de la naturaleza aflora una belleza distinta, una verdad que se susurra, como es la certeza de que, mientras todo cambia, la vida continúa su ciclo, como una estación que siempre regresa.