Estas experiencias plagadas de pequeñas herejías nos enseñan que no hay pureza posible. Ningún arte ha nacido en estado virgen, sin contaminación, préstamos o traducciones. Velázquez aprendió de Tiziano, que a su vez había mirado a los frescos de Roma, y en ese recorrido los rostros españoles se tiñeron de ecos venecianos.
Lo mismo ocurrió con los cantos gregorianos, que se encontraron con el ritmo africano en los puertos de ultramar, brotando así el son, la salsa o el jazz; o con el propio flamenco, necesitado del árabe, el judío y el gitano para sobrevivir. Cada vez que un arte se creyó invulnerable, encerrado en la muralla de su ortodoxia, fue la mezcla, la impureza, lo que vino a salvarlo.
Cabría recordar esta semana también a Cervantes —cuya vida versionada por Amenábar podremos ver en cines desde el viernes— ese soldado que había conocido cárceles otomanas y calles sevillanas, y que, cuando se puso a escribir, inventó una novela que no era griega ni romana ni caballeresca ni picaresca, sino todo eso al mismo tiempo.
Don Quijote es un libro mestizo —hay que leer lo último de Antonio Muñoz Molina— injertado de citas, parodias, refranes, lenguas populares. Por eso dura, porque nadie puede reducirlo a una fórmula ni reclamarlo para una ortodoxia.
El mestizaje incomoda porque recuerda que nada es propiedad exclusiva de nadie, ni que ninguna tradición bajó intacta del cielo —¡ni siquiera el lunes de pescaíto!—. Por eso resulta ingenuo, o tal vez perverso, ese afán de levantar fronteras entre lo puro y lo impuro, entre lo legítimo y lo espurio.
Volviendo al siglo cervantino, en la Sevilla del XVI los pintores compraban pigmentos traídos de ultramar: el añil de la India, la grana cochinilla de México. Cuando un pincel rozaba el lienzo, llevaba consigo un viaje de miles de kilómetros. ¿Podría alguien sostener que ese color no era auténtico porque venía de otra tierra? La autenticidad —si es que existe tal cosa— pareciese estar más bien en el anverso de lo incólume. No es casual que los intentos de imponer un canon puro coincidan siempre con tiempos de exclusión y miedo.
La Sevilla del siglo XXI —menos madura en algunos aspectos que la del XVI— ha sufrido ataques de pureza incomprensibles, como aquel mobiliario anacrónico que sustituyó al recién estrenado en las plazas de la Alfalfa, el Pan y el Salvador por antojo del alcalde Zoido en plena crisis austericida, o la recuperación del antiguo modelo de Feria por aquel ajustado —y sospechoso— 51 % de votos.
Quizá por eso la lección que nos dejan las artes sea la certeza de que somos hijos de muchos padres. En tiempos de discursos que buscan aislar, purificar, homogeneizar, conviene recordar lo que nos dice la historia: la pureza es esclerótica; la mezcla, fecunda.