“Volver a empezar otra vez…”. Los de mi generación reconocerán al vuelo aquella canción comercial pegadiza que, como un despertador sin snooze, anunciaba en los últimos días de agosto que el verano se nos escurría entre los dedos y que el colegio aguardaba a la vuelta de la esquina.

Este miércoles arranca en Sevilla el curso escolar. Los timbres sonarán de nuevo, se formarán las filas y el patio recuperará su música de voces y gritos. Centenares de colegios abrirán sus puertas para recibir a millares de niños. Son días de reencuentros con los amigos, de presumir de mochila nueva, del olor a libro a estrenar. También de jugar al pilla-pilla y la comba, de intercambiar cromos, y, por qué no, de hacer alguna que otra travesura, intentando sortear la vigilancia de los maestros.

Para muchos pequeños, la vuelta al cole es en realidad un primer salto al mundo. La mano que se suelta por primera vez de la de mamá o papá y descubre el vértigo de la clase, la timidez al presentarse a los nuevos compañeros o esa infinita curiosidad infantil por lo desconocido. También hay quienes llegan a los últimos peldaños de la Primaria y notan cómo se les desvanece la infancia puesto que ya no se sienten del todo niños, pero tampoco adolescentes. Como si vivieran entre dos pasillos. El colegio tiene ese don de hacernos avanzar sin preguntar demasiado, de vuelta en vuelta, de año en año.

Los padres, por su parte, afrontan la otra cara del calendario. Carreras matinales, bocadillos improvisados, el abrigo que nunca aparece y la doble fila de coches en la puerta del colegio. Por no hablar del temible grupo de WhatsApp, ese hemiciclo digital donde se decide desde el color de la camiseta de la excursión hasta la proporción exacta de queso en el sándwich de la merienda. A muchos padres les convendría recordar que la autonomía también se educa y que resolver pequeños dilemas es una de las mejores tareas para los niños.

Esta vuelta, sin embargo, llega marcada por una realidad que debería hacernos pensar. En el primer semestre del año, los nacimientos han caído en Sevilla un 12,5 %. Es decir, nacen menos niños. Se nota en las guarderías con vacantes, en las líneas que se fusionan o en patios donde falta una fila. Se nota —y se notará más— en el relevo generacional de una ciudad que envejece y que necesita savia nueva para sostener su esencia.

No se trata de invocar nostalgias de familias numerosas ni de repartir culpas entre horarios imposibles, precios de la vivienda o precariedades varias. Se trata de preguntarnos qué ciudad queremos dentro de veinte años. Una Sevilla sin niños es una Sevilla sin recreo. Sin ese bendito ruido infantil que nos recuerda que la vida no puede reducirse a correos electrónicos y reuniones que nunca acaban. Las aulas son también el patrimonio de una ciudad. Allí se gesta el acento, la guasa, la memoria cívica, el respeto por lo común y el deseo —ojalá— de quedarse y construir una vida aquí.

Por eso septiembre huele a principio, y no solo de curso. Es el mes en que volvemos a prometernos madrugar un poco más, discutir un poco menos y no mirar tanto el móvil. Volvemos a rendirnos al orden de las listas, a la emoción del estuche nuevo y al placer de subrayar en fluorescente. Y, sobre todo, volvemos a creer. Creemos que este año sí. Que la letra será más redonda, que el problema de mates saldrá a la primera o que el miedo del primer día se convertirá en orgullo del último.

Quizá el mejor deseo para esta “vuelta al cole” sea sencillo: que no falte nadie. Que ningún niño se quede sin aprender; que a ningún maestro le sobren ganas; que a ninguna familia le falte tiempo para preguntar “¿qué tal te ha ido?”. Y que Sevilla, cuando escuche el timbre, recuerde que cada curso no solo empieza para los niños, empieza para todos. Porque en el fondo septiembre es quien nos enseña a volver a empezar. Otra vez. Y las que hagan falta.