En verano me encanta pasear por la mañana. Hay algo especial en las caminatas a primera hora del día, cuando la playa aún duerme y la luz temprana tiñe de oro la superficie del mar. Mientras camino descalzo, sintiendo la arena aún fresca bajo los pies, me invade la nostalgia y pienso dónde estarán hoy aquellos amores de verano que alguna vez fueron todo para nosotros. Aquellos que nos enseñaron a amar incluso antes de que supiéramos siquiera qué era el amor.

Me gusta creer que hay una pedagogía sentimental en esos romances fugaces que solo podían nacer bajo el sol abrasador y la sensación del salitre en la piel. Helena o el mar del verano, ese pequeño canto a la infancia de Julio Ayesta, nos lo recuerda con delicadeza. Hay amores tan breves que apenas duran un suspiro, pero son tan intensos que se recuerdan para siempre. Como ese primer beso torpe, esa caricia pueril que hacía saltar chispas en el estómago o esas miradas largas y sostenidas que decían más que cualquier palabra. Fue así, entre castillos de arena, helados comprados en quioscos y tardes interminables de playa, como muchos aprendimos por primera vez a amar.

Quizá por eso, cada vez que escuchamos el sonido de las olas, nos embriagamos con el olor del protector solar o escuchamos una canción de aquellos años, vuelve a nosotros el recuerdo de quienes nos hicieron sentir únicos y deseados por vez primera. Cómo olvidar aquel verano en que una carta manuscrita, con caligrafía insegura y olor a colonia infantil, se convirtió en un talismán. O la fotografía que aún hoy reposa en algún cajón, amarillenta, donde dos adolescentes sonríen sin saber que ese instante, ese exacto instante, será irrepetible. No sabíamos entonces que aquel amor no duraría. Pero quizás por eso mismo fue tan hermoso. Porque no tenía futuro, solo presente.

Cuánto han cambiado las cosas. Antes, cuando llegaba septiembre, el regreso a casa cerraba la historia con un punto final, a pesar de habernos prometido que no nos separaríamos nunca. Hoy las redes sociales se encargan de prolongar el eco de una historia que, para bien o para mal, ya no desaparece del todo. Aunque se deje de seguir por redes, aunque se evite mirar las publicaciones, siempre hay una ventana virtual por la que asomarse a la vida del otro, sabiendo que sigue ahí, haciendo su propio camino.

Los adolescentes de hoy, hiperconectados, con un teléfono siempre en la mano y mil notificaciones compitiendo por su atención, saben mucho más que nosotros a su edad. No me cabe duda. Pero quizás, precisamente por eso, saben menos de ciertas cosas esenciales. Nosotros escribíamos cartas, guardábamos fotografías impresas o intercambiábamos pulseras hechas a mano que jurábamos no quitarnos jamás. Ellos tienen stories que se esfuman en veinticuatro horas, amores con fecha de caducidad visible en un contador digital.

Sin embargo, algo no cambia. Esa capacidad de latir con fuerza ante una simple mirada, de sentir que el mundo se reduce a la persona que te toma de la mano. Porque los amores de verano son, sobre todo, un ensayo de vida. Un aprendizaje torpe y precioso que nos revela quiénes somos y cómo queremos ser amados. Quizá por eso dejan tanta huella.

Pienso en los rostros que se cruzaron con el mío, en los nombres que el tiempo ha ido borrando un poco, aunque no del todo. Algunos los guardo aún en una caja de recuerdos, con entradas de cine, conchas de playa y alguna carta desgastada por el tiempo. Otros habitan solo en la memoria, tan nítidos como si nunca hubieran existido fuera del sueño del verano.

Y mientras camino de nuevo por la orilla, con el sol subiendo perezoso por el cielo, me reconforta pensar que, aunque hayan pasado los años, algo de aquel adolescente que fui sigue vivo en mí. Tal vez sea la prueba más clara de que los amores de verano nunca mueren del todo. Simplemente se transforman en la brisa salada que nos acaricia el rostro y nos recuerda, con un leve cosquilleo en el pecho, que alguna vez, sin saberlo, empezamos a aprender a amar.