En España, agosto es un mes peculiar. Las ciudades se vacían como si el ejército invisible del estío hubiese barrido sus calles y plazas. El asfalto arde bajo el sol inmisericorde, muchos negocios bajan la persiana estacionalmente y el silencio se instala en cada rincón, solo interrumpido por el canto constante de las chicharras.
Agosto es, para nosotros, sinónimo de vacaciones, de ese paréntesis anual que nos despierta la necesidad de huir, aunque sea por unos días, de la rutina que nos devora el resto del año.
Nadie encarna mejor esa liturgia de la escapada estival que el sevillano. Sobre todo, porque, en Sevilla, el verano es una condena climática. El calor cae con tal peso que uno siente que camina dentro de un horno. Por eso, apenas llega agosto, se produce un éxodo masivo en busca de lugares más frescos. Las familias cierran sus casas, hacen las maletas y se lanzan carretera abajo en busca de un alivio que la ciudad ya no puede ofrecerles.
Lo curioso —y aquí entra esa ironía sutil que tanto disfruto observar— es que muchos sevillanos, en su intento desesperado por huir de la rutina, acaban tropezando con ella de nuevo, pero con el mar como telón de fondo. Basta acercarse a Matalascañas, Chipiona o Sanlúcar de Barrameda para comprobarlo.
Allí, en los paseos marítimos, en los chiringuitos o en la misma orilla del mar, uno encuentra una Sevilla de playa, como un trasplante costero de la vida cotidiana que decían dejar atrás.
Porque, claro, el sevillano se va a la costa para cambiar de aires, pero no cambia de costumbres. Sigue fiel a sus rituales gastronómicos. Se toma la Cruzcampo bien fría, el plato de chocos fritos y el montadito que nunca falla.
Y por mucho que se quiera huir del paisanaje de la ciudad, los saludos entre vecinos son tan frecuentes como en el barrio, porque inevitablemente uno se cruza con el compañero de oficina o con el presidente de la comunidad, que resulta que veranea en el mismo bloque de apartamentos. A veces hasta comparten sombrilla, para qué nos vamos a andar con tonterías.
Y si el calor y la sal del mar ayudan a disfrazar un poco el día a día, hay detalles que delatan a la legua el origen del sevillano. Como esas camisetas del Betis o del Sevilla que lucen los niños —y los no tan niños— en sus tardes de playa, los debates interminables sobre fichajes, los partidos de pretemporada o los rumores de última hora. No importa que el sol esté cayendo a plomo sobre la arena, siempre hay tiempo para discutir si la plantilla estará al nivel esperado la temporada que se aproxima.
¿Y qué decir de las cofradías? Porque no hay verano que logre sofocar la pasión cofrade del sevillano. Entre baño y baño surge la conversación sobre el cambio de estilo musical de una hermandad, la nueva junta de gobierno elegida por el cabildo o la extraordinaria que tendrá lugar en el pueblo vecino, a la que no faltarán para «quitarse el mono» de cofradías.
En esos momentos uno se da cuenta de que la Semana Santa sevillana no dura siete días, sino doce meses, solo que en agosto se vive con la toalla al hombro y la crema solar a mano.
Al final, pienso que todo esto tiene algo entrañable. En mi tierra, Granada, decimos que el granadino puede salir de Granada, pero Granada no puede salir del granadino. Y viendo este panorama, está claro que en Sevilla pasa exactamente igual.
El sevillano huye, sí, pero solo a medias. Porque su manera de ser y sus costumbres lo acompañan allá donde vaya, incluso si eso significa encontrarse con la misma rutina que pretendía dejar atrás, disfrazada de vacaciones.
Quizá ahí, en esa fidelidad casi cómica a lo propio, se esconda la lección de que el verdadero descanso no depende tanto del lugar como del propósito con el que lo afrontemos. Y que, a veces, más vale reírnos un poco de nosotros mismos mientras nos zambullimos, una vez más, en el mar que nos espera, con toda nuestra rutina a cuestas.