"Oposición" de Sara Mesa (Anagrama, 2025) dibuja momentos memorables del cotolengo en el que se ha convertido parte de la administración pública.
En un laberinto de absurdeces con lenguaje propio —trámites, procedimientos, protocolos— la escritora cuenta la llegada de una interina a su puesto de trabajo —transitorio— y los dislates a los que se enfrenta. Sus nuevos compañeros parecen no darse cuenta de que nada tiene sentido, pero siguen impulsando la rueda por inercia, sumergidos en un mundo de formularios e informes.
Para pedir un bolígrafo o para mover un papel de una mesa a otra, la protagonista (Sara Villalba) está obligada a pasar una nota interna, que debe ser previamente aprobada por su superior.
Algo que debe sonarles, si acaso aún no lo han leído, porque se parece bastante a la realidad de las consejerías, ayuntamientos, universidades y colegios; tan cercano y familiar que reconocerán las oficinas de Torre Triana en la descripción de un gran edificio en forma de tarta y ventanas de ojo de buey.
En un punto cercano al colapso, Sara siente que entra en una nueva forma verbal: la cuarta persona del singular.
"Ni yo ni tú ni ella, sino alguien más allá que puede observarlo todo en la distancia", un yo disociado al que conduce una maquinaria automática construida sobre los cimientos lícitos y necesarios de la burocracia.
Lo espeso de la atmósfera que describe Mesa remite también a una cuarta dimensión, compañera de esa nueva persona del singular —el «yo no reconocido»— en la que el espacio y el tiempo transitan por unas coordenadas no cartesianas. Ni Y, ni X, ni Z, sino una materia amorfa, gris, un tiempo que no avanza, que dibuja círculos, espirales, toros, hipérboles.
Ese mismo cuarto plano es el que experimentaba el apócrifo Juan de Mairena en sus derivas filosóficas: Machado, protegido por su personaje, también pensó que el vacío y la incomprensión eran sentimientos tan sólidos como la piedra o los árboles.
Las texturas de la soledad brotando en el destierro, ya sea en Collioure o en la tierra propia, en la Cartuja, entremetidas en una maraña que castiga los valores humanos en pro de conceptos como la transparencia, la calidad, la objetividad, el ordenamiento jurídico, la eficiencia o la eficacia.
El vocabulario convertido en un envoltorio que esconde un desierto sin agua ni refugios, donde el ciudadano viaja acompañado de la indefensión y el desamparo. Códigos, leyes, reglamentos y decretos que apabullan y golpean al incauto hasta dejarlo confundido, mareado, desesperado.
La burocracia y sus procedimientos tienen otros tiempos y otros espacios, que se lo digan a Sara Villalba, llámase cuarta, quinta o decimosegunda dimensión.
Puede que algún día el lenguaje se pliegue a ellos y tengamos una nueva persona verbal, viscosa y extraña, más inquietante que el propio «yo» metafísico, representante de un tiempo de pantallas y ansiedades, de expectativas y vidas rotas, de palabrejas y áridos reglamentos que no se escriben para ser cumplidos sino para justificar su incumplimiento.
Por eso "Oposición" pareciese la alegoría perfecta de un país atrapado en una novela de Kafka donde nada es lo que parece y todo es más complicado de lo necesario.
Durante el mes que está a punto de empezar, propicio para las lecturas de playa, no se interrumpen los plazos burocráticos —o tal vez sí, depende del criterio aplicado o del humor de este o aquel jefecillo—, enfrentándonos a una verdadera parodia: hay que enviar correos aunque no haya nadie al otro lado, prepararse para el aluvión que vendrá en septiembre, recargar las pilas que volverán a desgastarse en una rueda infinita.
Mientras desconectamos con el sonido de las páginas de un libro pasando y el mar de fondo, en las oficinas suena el eco amortiguado de los lugares desiertos donde los expedientes duermen sobre escritorios vacíos, se acumulan las resoluciones "a la vuelta", se pospone lo urgente y se rebotan bandejas de entrada.
Incluso con las persianas bajadas, el aire apagado y los pasillos en penumbra, la maquinaria sigue girando ajena a la lógica y al sol, como si nada pudiera ya detenerla ni despertarla de su propio letargo. Una pesadilla tan pegajosa como el sudor del levante.