En la medianoche del pasado sábado, como sucede cada mes de julio, el cielo de Triana se iluminó entre repiques de campanas y acordes de cornetas. Era la señal de que comenzaba una de las noches más especiales para el barrio, la madrugada en la que los trianeros velan a su patrona, Santa Ana. Una noche que es también, para muchos, el epílogo perfecto de casi una semana de disfrute popular, de reencuentros y de jarana en uno de los barrios con más solera de Sevilla. Y es que basta con echar la vista atrás para entender que estamos ante una de las fiestas más antiguas de la ciudad, cuyas raíces se hunden en el siglo XIII, cuando los devotos velaban a Santa Ana en la noche previa a su onomástica. Desde entonces, el barrio se enciende para rendir tributo a su patrona, pero también para celebrarse a sí mismo.
Este año he tenido la fortuna de vivir por primera vez esta tradición. De sentirme, aunque fuese por unos días y con el permiso de los trianeros de verdad, un poco del barrio. No me ha costado demasiado. Basta con cruzar el puente adornado de farolillos, atravesar la portada del Altozano y dejarse llevar por la alegría de la calle Betis, que durante la Velá parece ensancharse más allá de sus límites para acoger a todo aquel que se acerque a brindar en la puerta de las casetas. En un ambiente festivo que invita a quedarse y a brindar con los vecinos, mientras la brisa ligera del Guadalquivir —el alma fluvial de Sevilla— refresca las noches estivales. Porque la Velá, en el fondo, es como una mini Feria de Abril, pero más desenfadada, más cercana. Alejada de los estrictos protocolos, abierta a un ambiente más popular. La estampa es, cuanto menos, singular. Como de otro tiempo. Algunas personas incluso interrumpen sus vacaciones de playa para no perderse la cita. Para otras, como es mi caso, supone la bienvenida al merecido descanso estival.
Pero también es una forma de que Triana respire del turismo, a menudo tan invasivo. De que se sacuda por unos días esa sensación de estar tomada por lo ajeno y se reencuentre consigo misma. Con su gente. Con su manera única de entender la vida. Con sevillanas en la calle, con vecinos que se saludan de acera a acera, con niños que corretean entre casetas y mayores que se emocionan recordando aquellos veranos de juventud a la vera del río.
Viendo este ambiente, no es raro que Sevilla mire a Triana con una mezcla de admiración y envidia (¡de la sana, por supuesto!). Porque, para muchos, Triana es puente y aparte. Por su forma de ser, de celebrar la vida y de medir el tiempo. Pero ser trianero no está reñido con ser sevillano. Quizá ahí resida una de las grandezas de esta ciudad, su capacidad para unir, en un mismo sentimiento, la plural idiosincrasia de sus barrios.
La Velá es, además, una fiesta que acoge a todos. Se disfruta a cualquier edad. Desde los más pequeños hasta los más mayores, que regresan —aunque solo sea en el recuerdo— a sus años mozos. Que se lo digan al grupo de señoras que se ha hecho viral volviendo a casa de madrugada y cantando, quizás evocando aquella adolescencia en la que la Velá era sinónimo de libertad, de nuevas experiencias, de noches sin reloj.
El sábado por la noche, los fuegos pusieron el broche a la Velá de este año. El barrio vuelve ahora a su rutina, a su ritmo diario, pero con el eco de lo vivido todavía en el aire. Porque durante unos días Triana se ha mirado al espejo y ha vuelto a reconocerse. Y eso, en estos tiempos, no es fácil.