Una tarde de octubre, durante las campañas de Asiria, el emperador Adriano sintió una terrible sensación de nostalgia. La luz acogida por aquellas piedras le recordó los atardeceres romanos, quién sabe si también los de su Itálica natal. No estaba en casa, y tal vez por primera vez Adriano supo con certeza lo que significaba estar lejos.

En aquella campaña oriental, entre mármoles desconocidos y paisajes con relatos escritos en otro alfabeto, el emperador fue alcanzado por esa punzada que los siglos llamarían melancolía. La palabra, en griego, une lo oscuro y lo bilioso, y es, como señaló Freud, una forma de “malestar en la cultura”, una inquietante extrañeza que nos desordena el mapa interior. Como tantos después de él, Adriano quiso curarse construyendo: levantó una ciudad para contener su sombra, para reconciliarse con el tiempo que se le escapaba. Jerash —Gerasa— fue una suerte de medicina levantada para calmar su dolor.

Ese impulso que convierte la nostalgia en forma, y el dolor en belleza, atraviesa la historia del arte occidental. Desde la estela funeraria de Democlides hasta las ruinas del Romanticismo, la melancolía ha sido tema y estructura de creación. El dolor más profundo —escribía Nietzsche a propósito de los griegos— no es el físico ni el de la pérdida, sino el de saberse finito. Esa conciencia del límite, que abre la puerta a la filosofía, también abre la puerta a la melancolía.

Durero, en su grabado Melancolía I, fechado en 1514, dibujó un ángel sentado frente a un mar iluminado por el reflejo de un astro. Todo es extraño en la escena: la balanza, el inmenso reloj de arena, la carpintería, una piedra poliédrica, la escalera que no llega a ninguna parte, una campana, un perro retorcido sobre sí mismo y el infinito de un cielo iluminado por un sol de rayos que parecen bombas. Pero lo que más se ve entre tanto sinsentido es la inquietud del ángel, que apoya su mano en la mejilla dejándose caer sobre el codo, un gesto marcadamente melancólico que seguimos repitiendo hoy.

Caspar David Friedrich, ya en 1818, pintó al hombre frente al mar en ese magnífico cuadro que cuelga en el Kunsthalle de Hamburgo, una suerte de segunda derivada del ángel de Durero. No le vemos la cara, pero intuimos lo que piensa. Ese hombre, igual que el ángel, quizás como el emperador itálico, también es consciente de su insignificancia ante lo inmenso. El hombre que busca en el horizonte una promesa que no llega. En el siglo XX, cuando la historia se tornó irrespirable por las bombas de verdad, artistas como De Chirico o Kiefer retomaron la misma inquietud con nuevas máscaras: la melancolía ya no era solo el destino del sabio o el héroe cansado, sino del ciudadano moderno. En medio del ruido, el alma seguía fatigándose antes que el cuerpo, como decía Marco Aurelio.

Volviendo a Adriano, tal vez no haya gesto más melancólico —y más romano— que responder al dolor con obras magnas, al exilio elegido del conquistador con belleza. Aquella ciudad levantada en Asiria fue un ensayo construido que replicaba Itálica y Roma —así lo veo yo—, intentando conservar en un ámbar de piedras la luz que lo transportaba a sus raíces, la misma que todavía choca cada mañana con la piedra del Panteón. Como su villa en Tívoli, como las cartas que escribió, como las memorias que un día imaginó Marguerite Yourcenar, Jerash es la prueba de cargo de su melancolía, escultora y creadora de espacios. El recuerdo a veces es más real que la propia vida, debió pensar Adriano al contemplar la urbe recién levantada, ese mismo sentimiento que visita a los expatriados que, lejos de su ciudad, la viven con más intensidad que cuando regresan. Por eso, quizás, nunca volvió a Itálica.

La melancolía no es una enfermedad a evitar, de hecho, es un lugar en el que no se vive tan mal. Quien la ha sentido no olvida. Quizá por eso seguimos caminando entre ruinas, dibujando formas que nos devuelvan la calma aunque nos provoquen dolor, construyendo ciudades en las que —como Adriano— podamos sentarnos a mirar la luz de octubre y sentir por un momento que estamos otra vez en casa. Ese mismo mecanismo que estos días nos descubre en el horizonte de la playa la primavera que volverá a nacer —réplica de todas las primaveras pasadas—, sabedores de los sinsabores que también traerá. Nuestra propia Jerash alojada en un sonido, un olor, el mar... una casa en la comodidad de la melancolía.