Hace apenas unos meses, se hizo viral un vídeo del historiador del arte Andrés Luque Teruel, que con su inconfundible acento sevillano lamentaba los “excesos” en la Semana Santa. Hablaba de la forma de andar de los pasos o del tamaño de las plumas de los penachos de los romanos. Aquellas palabras, no exentas de polémica en su momento, no han dejado de rondarme la cabeza desde entonces. Estos días, en mis largos paseos por París, pienso a menudo en esa cultura del exceso que nos rodea. Y siempre llego a la misma conclusión de que vivimos en un tiempo en que ya no nos basta con lo sencillo.
Tal vez tenga mucho que ver el bombardeo constante de las redes sociales, que nos intoxican con imágenes de placeres llevados a su máxima expresión. Da la sensación de que, si uno no tiene una vida extraordinaria, parece que estamos perdiendo nuestro tiempo. Y de esta forma llegamos a esa idea de que lo sencillo ha dejado de ser atractivo.
La comida es un buen ejemplo. Antes nos bastaba con ir al bar del barrio, pedir un montadito con una cerveza bien tirada y sentirnos los más afortunados. Ahora, necesitamos tapas “gourmet” con ingredientes que llegan de la otra punta del mundo y cervezas servidas en copas de diseño que casi dan reparo sujetar. Incluso las hamburguesas han sucumbido a esa nueva corriente. Aquellas de las cadenas de toda la vida, que hace no tanto eran sinónimo de comida de exceso, han quedado relegadas por las nuevas franquicias que ofrecen monumentos pantagruélicos que, a veces, saben a todo menos a carne.
Con los viajes ocurre algo similar. Pasar una semana en la playa parece poca cosa frente a la moda de buscar destinos exóticos. Si no hay pasaporte, fotos en islas remotas o experiencias que se salgan del mapa conocido, parece que no se está exprimiendo la vida. Y ya ni hablemos de las celebraciones. Cumpleaños, comuniones y bodas se transforman hoy en espectáculos casi televisivos. Drones grabando la llegada, fuegos artificiales o mesas interminables. Una puesta en escena que, a veces, ensombrece el verdadero motivo de la celebración.
Incluso en el terreno más íntimo, el del afecto, notamos esa pulsión. Abundan las listas interminables de “amigos”, aunque después no sepamos realmente quiénes son, cuáles son sus temores, sus pequeñas alegrías o sus anhelos. Lo mismo pasa con las relaciones sentimentales, que se multiplican en número, pero se diluyen en esa conexión profunda.
Quizá lo que estemos haciendo sea vivir bajo la presión constante de no quedarnos cortos. Como si llevar nuestra vida al extremo fuera la única forma de sentir que realmente la hemos vivido. En el fondo, es una adicción que demanda cada vez mayor cantidad de estímulos para alcanzar el mismo estado de éxtasis. De esta forma, nos volvemos seres insensibles a lo sobrio y acabamos atrapados en una espiral nociva que pide siempre más. Pero en ese empeño, no caemos en la cuenta de que, tal vez, estamos dejando de vivir con calidad.
Porque, al final, hay placeres que residen en lo sencillo. Un paseo al atardecer por el parque de siempre, una cerveza sin pretensiones en la tasca donde nos conocen por el nombre o un viaje al pueblo familiar donde el tiempo parece discurrir de otra manera son experiencias muchas veces más profundas y reparadoras que cualquier exceso.
No se trata de renegar de lo nuevo, ni de cerrarse a aventuras que puedan ensancharnos el mundo. Claro que hay que probar, atreverse y salir de la zona de confort. Pero conviene recordar que no siempre lo extraordinario se mide por lo grande o lo lejano. A veces lo más valioso está en lo sencillo, en lo cercano, en aquello que no necesita filtros para demostrar su valor. Quizá ahí, en esa sencillez sin excesos, se esconda el verdadero lujo de vivir.