Sentado en un monótono vagón del metro parisino, quizá por un capricho del algoritmo, mi móvil me sorprendió con la canción 'Sevilla tiene un color especial', esa que Los del Río convirtieron en himno y que tantas veces había escuchado sin detenerme demasiado en su letra. Sin embargo, allí, en las entrañas de París, rodeado de rostros ensimismados, fue casi una epifanía. Miré a mi alrededor y comprendí, con la claridad que solo regalan los pequeños sobresaltos del destino, que Sevilla no solo tiene un color especial, sino que Sevilla es color.
Está en su luz limpia, en esos cielos interminables que parecen no conocer el límite, en los atardeceres anaranjados que incendian las espadañas o en las buganvillas que se descuelgan descaradas por las tapias. Pero, sobre todo, ese color está en su gente, como bien cantaba el estribillo. Es un color que se lleva puesto y que se contagia al paisano con la sonrisa o el saludo en la calle.
Estos días de verano, en los que el mercurio asciende sin compasión, son un ejemplo perfecto. Las calles se visten de camisas ligeras, vestidos vaporosos y abanicos que parecen flores recién abiertas. Colores vivos que desafían al sol abrasador. Una forma de decir, sin palabras, que aquí la vida se celebra incluso en los días más duros. Pienso en la belleza de los trajes de gitana o en el estampado de los pañuelos y corbatas que los hombres lucen en feria. Incluso en la solemnidad de la Semana Santa, donde cabría esperar el negro riguroso, se cuelan los azules, los verdes o los burdeos, como un susurro de alegría que se niega a desaparecer del todo.
Desde París, donde ahora escribo estas líneas, contemplo con cierta nostalgia esa vitalidad cromática. Porque París, la ciudad que presume de luz y de bohemia, se mueve en una paleta bien distinta. Aquí reinan el negro, el gris, el azul marino y los tonos tierra. Basta un paseo por el Boulevard Saint-Germain o por la rue de Rennes para percibirlo. Hombres y mujeres que transitan perfectamente entonados en esa gama contenida que es elegante, pero inevitablemente melancólica.
Podría pensarse que es culpa del clima. Del cielo encapotado y la llovizna que se instala sin pedir permiso e invitan a la sobriedad. Pero intuyo que hay algo más profundo. En París, el color parece un atrevimiento que pocos se permiten. Como si la ciudad entera hubiese pactado mantener una discreta uniformidad, un acuerdo silencioso para no destacar demasiado. Tal vez sea la forma que tiene cada uno de protegerse en la inmensidad anónima de la gran urbe, donde el individuo no busca brillar sino fundirse con la multitud.
Ahí se asoma, casi sin quererlo, el espejo de las sociedades. Sevilla, con su alegría y hospitalidad, encuentra en el color un modo de reconocerse. París, en cambio, se amuralla tras sus tonos neutros, quizá para proteger una intimidad celosa o porque cada cual camina tan absorto en su propio trayecto que el color resultaría una distracción innecesaria.
No hay una forma mejor ni peor de vestirse. Son miradas distintas hacia la vida, maneras de expresar el carácter colectivo sin necesidad de palabras. Pero confieso que, cuando echo de menos Sevilla, entre todas las cosas que añoro, se encuentra esa sensación de vivir rodeado de colores que se sienten como propios, como si la ciudad latiera un poco dentro de nosotros. Quizá por eso, cuando regrese, lo primero que haga sea abrir el armario y rescatar alguna camisa colorida, para envolverme en esa paleta viva y generosa que Sevilla ofrece y que nos recuerda quiénes somos y a dónde pertenecemos.