Desde las réplicas romanas de esculturas griegas hasta los readymades de Duchamp, la reproducción de objetos ha supuesto la negación de la originalidad, de esa idea tan antigua como errónea de que sólo hay una pieza auténtica de las cosas. Puede que hubiese una primera vez para todo, pero la pureza debería reservarse para el oro y los diamantes: el resto de los objetos, como todas las obras de arte, son primeras copias de una potencial lista de réplicas. Un modelo al que imitar, con rasgos diferentes, apenas detalles insignificantes, igual que la larga estirpe de humanos que pueblan la tierra desde que la química y la genética nos bautizaron como especie.
Se pueden replicar imágenes, cuadros, esculturas o casas enteras. Gregor Schneider, uno de esos artistas sin miedo a salirse de los márgenes, ha fundamentado su carrera en la reproducción de espacios. Su obra más conocida, Haus u r, consiste en la duplicación de habitaciones dentro de su propia casa de Rheydt, Alemania. Esas primeras intervenciones en las que imitaba paredes, escaleras y cortinas no eran meros calcos arquitectónicos, sino reconstrucciones generadoras de extrañeza: habitaciones que nacían dentro de habitaciones, muros repetidos, túneles sin salida y objetos descontextualizados.
El resultado era una casa que parecía familiar, pero que inquietaba. El escenario perfecto de una pesadilla de casas que se autoparasitan, como si una criatura exacta a nosotros empezase a engendrarse en nuestras entrañas hasta sustituirnos. En una segunda derivada de esa arquitectura alienígena, el artista decide trasladar físicamente esa casa, ya distorsionada, al interior del pabellón alemán de la Bienal de Venecia en 2001. Con ese montaje y desmontaje, convierte lo doméstico en territorio político, donde el espectador es un intruso de sus recuerdos más íntimos, de esos espacios —cuarto de baño, cocina, dormitorios— reservados a los padres.
Esta semana se ha dudado de si la Macarena que apareció el sábado en la basílica era verdaderamente la original o si se trataba de un cambiazo. Así como Schneider copiaba habitaciones para poner en crisis la experiencia del espacio y de la memoria, la intervención sobre la Virgen visibiliza involuntariamente la dimensión política, social y estética de una imagen que suele presentarse como natural —“qué cansada viene de vuelta a su barrio”— e intocable. En ambos casos, fuese o no una copia la de San Gil, queda probada la fragilidad de los originales para mantenerse inalterados; al contrario, ambas ponen en jaque el argumento mismo de lo auténtico: ¿es la virgen la misma, aún sin cambiazo, que la que entró en el taller de Arquillo? ¿tiene sentido venerar los originales cuando la técnica permite una impresión tridimensional exacta? Quizás con más razón que nunca; quizás un sinsentido.
No hay dudas de que hay copias más fidedignas que los originales: de hecho, si se hubiera hecho una reproducción exacta de la Virgen justo antes de ser intervenida, la duplicada sería hoy más “auténtica” que la manoseada talla que preside el altar. Una demostración de que la Macarena es más símbolo que talla, de que el perfil exacto de sus labios y el tono grisáceo de sus ojeras es ya más verdad que su propia carne.
El ejercicio de copiar no es sinónimo de repetir, sino de señalar la fragilidad del original. Y en ese señalamiento, hay poder. En el caso de Schneider, el poder de recordar que las casas que habitamos están llenas de fantasmas —políticos, familiares, históricos— que no podemos expulsar del todo; en el caso de la Macarena, el poder (y el riesgo) de desestabilizar una imagen que es el ancla de una ciudad. Las dos abren fisuras en lo real, aunque resulten insoportables para quienes prefieren no mirar detrás del muro.
El debate no debería centrarse en si Arquillo se pasó rebajando barnices y aclarando la suciedad de su cara, sino qué conflictos nos obliga a afrontar la fragilidad de la materia, de la vida, del tiempo. Como nos recordó la casa desdoblada de Schneider en Venecia, toda copia es también un espejo, y no siempre nos gusta lo que vemos reflejado en él. ¿Qué es la Macarena sino una variación —una réplica— de millones de rostros jóvenes femeninos mediterráneos superpuestos? ¿Cuál de nuestras dolorosas es la “auténtica”, la “original”?
Tal vez lo verdaderamente inquietante no sea descubrir que vivimos rodeados de copias, sino asumir que lo original nunca existió del todo, que la autenticidad es un mito que inventamos para sostener la fe —en las imágenes, en el arte, en nosotros mismos— frente a la evidencia de que todo se transforma, se sustituye, se repite. La virgen que vive junto al arco no es un objeto: es una proyección colectiva, una emoción encarnada, una imagen que se reconstruye una y otra vez. Si duele, si sigue conmoviendo incluso tras la sospecha, entonces quizá no importe tanto si es la misma o no, sino que se siga pareciendo a ella, la que vive en nuestra memoria.