Pocas veces el esplendor de una ciudad está en su presente, bien lo sabe Sevilla. El otro día un amigo visitaba el Museo Reina Sofía y fotografiaba emocionado la sección dedicada a la Expo del 92, con las obras de Prada Poole —el Heliotrón, el Palenque— como abanderadas de la ciudad valiente que fuimos. A los dos, uno en Sevilla y otro en Madrid, nos sobrevino la misma idea: nuestra ciudad era más moderna hace 35 años que ahora.
 
Las urbes que se creen inmortales gozan de la tranquilidad de un futuro ya resuelto. Siguen funcionando, sus avenidas se llenan, sus centros se transforman, sus barrios engullen nuevos suelos y sus habitantes consumen productos prefabricados de orgullo local. En esa cadencia casi mecánica falta valentía, y sobra miedo de avanzar, aunque sea hacia lugares desconocidos. Tal vez las ciudades más sabias sean las que no necesitan narrarse a sí mismas en carteles —tantísimos carteles— y lemas. La nuestra oscila hoy entre el decorado y la inercia, demasiado orgullosa de lo que fue, o demasiado perezosa para imaginar lo que podría ser. Se han vaciado los significados de sus símbolos —síntoma de los tiempos— para dar cabida a postales consumidas por propios y extraños, unos prendados del exotismo y otros anclados en su rutina.
 
Mientras pasábamos la resaca de la Expo, Bilbao cerraba su herida industrial y se reconvertía. El Guggenheim fue el anzuelo, costoso y discutible, pero detrás vino un proceso de regeneración urbana que sigue extendiéndose: recuperación de riberas, integración del transporte público, apuesta por un paisaje urbano contemporáneo. Valencia, que un día se vendió al turismo insostenible, recuperó en este tiempo su cauce urbano como un jardín fértil de vida. Zaragoza, aunque sin un área metropolitana comparable a la nuestra, crecía con un ambicioso parque de viviendas y una envidiable universidad.
 
Sevilla está repleta de espacios potenciales para una revolución urbana: los vacíos en torno a la dársena, el nervio verde entre San Jerónimo y Bellavista, el Pítamo, los terrenos entre el río Guadaira y la Pablo de Olavide, el páramo que nos separa de la Rinconada, la Carretera Amarilla que condena Sevilla Este... Todos constituyen una cantera de piedras en bruto que esperan pacientemente a ser repensadas, intervenidas, extraídas de su vulgar condición para impulsar un cambio necesario. Donde podría haber estrategia, hay discurso; donde podría haber planificación, hay cortoplacismo. Se han aprobado planes de movilidad, planes directores, cientos de modificaciones puntuales del planeamiento general, se anuncian (medias) líneas de metro con partidas insuficientes, y se pone más empeño en cuidar el relato institucional que en trazar una hoja de ruta sostenible y valiente.
 
Una ciudad que fue capaz de construir la Cartuja —primero un monasterio; luego una isla entera— ahora se enreda en debates sobre veladores y toldos; una ciudad que soñó con ser nodo tecnológico y cultural, hoy se conforma con ser un fondo de pantalla. Las decisiones políticas parecen más preocupadas por mantener contenta a una base de votantes que por crear un espacio más habitable para los que vendrán. Las políticas de vivienda son reactivas y exiguas; la transición ecológica se queda en eslóganes; el espacio público sigue entregado al coche, con la gran estrategia peatonal abandonada; el urbanismo, a la nostalgia.
 
Los colectivos de los barrios de San Luis, Pino Montano o el Polígono Sur que pelean por mantener viva una cultura vecinal son la gran esperanza del dinosaurio dormido; arquitecturas menores que ensayan otras formas de habitar, de ocupar, de imaginar la ciudad. Hay una generación joven que no compra el discurso autocomplaciente, que viaja, que compara, que exige, y que está llamada a gobernar en un futuro cercano; otra generación, mayor y sabia, es experta en superar obstáculos y está comprometida con aportar su valiosa mirada. El problema es que esta Sevilla ambivalente no encuentra su lugar en la Sevilla oficial, la que vive en Plaza Nueva. Sigue siendo incómoda, periférica, ignorada, como si el verdadero proyecto de ciudad fuera mantener todo como está. Pero ninguna ciudad puede sobrevivir demasiado tiempo en pausa.
 
Sevilla necesita, más que una nueva Expo, una nueva narrativa y una política ejecutiva valiente. Una que no sea autocelebratoria, sino estratégica. Que piense en el calor, en el agua, en los barrios, en las mujeres, en los jóvenes. Una que no se conforme con tener historia, sino que quiera hacerla. Necesita escuchar más a quienes aún creen que esta ciudad puede ser un lugar de vanguardia, no solo de recuerdo. Necesita instituciones valientes, espacios híbridos, políticas que no teman equivocarse, porque al menos lo estarían intentando. Quizá el futuro no sea tan espectacular como el pasado, aunque una cumbre de la ONU pueda hacernos recordar aquello que vivimos, pero puede ser más justo, más habitable, más real. Y eso, en esta Sevilla que duerme, sería una auténtica revolución.