Álvaro Ramos.

Álvaro Ramos.

Opinión ANDAR Y CONTAR

La generación perdida

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Durante mi estancia en París, entre paseos vespertinos y tertulias de café, no dejo de pensar en aquellos otros años 20. Los del siglo pasado. Los que narraba Ernest Hemingway con nostalgia en su obra París era una fiesta.

En Francia los llamaron les Années folles —los años locos—, una época marcada por la efervescencia cultural, la prosperidad económica y la embriaguez vital tras los horrores de la Gran Guerra.

Todo parecía avanzar con ritmo de jazz y pinceladas de vanguardia. El mundo era nuevo, joven, dinámico. Para muchos, invencible, o eso creían. Pero incluso en aquel torbellino de luces y pasión desmedida, hubo quien supo ver las fisuras.

Gertrude Stein se lo dijo sin rodeos a un joven Hemingway: “Todos vosotros sois una generación perdida”. La historia, dicen, es cíclica. Vuelve, y a veces, repite sus patrones. Cien años más tarde, en estos nuevos años 20 del siglo XXI, no es difícil encontrar ecos de aquella época.

Hemos salido de una pandemia global que, para muchos, recordó a la mal llamada gripe española. La geopolítica tiembla sobre un tablero en guerra. Las certezas se tambalean.

Y frente al desconcierto, parece que buena parte de la sociedad ha decidido responder con una consigna clara, la de vivir como si el mañana no existiera.

Una especie de carpe diem extremo se ha instalado en el ánimo colectivo. Se gasta con frenesí en viajes, ropa, tecnología y experiencias. Se vive de cara a la cámara, a la historia de Instagram o al vídeo viral de TikTok.

La consigna no es tanto “vivir el momento” como documentarlo y exhibirlo a nuestros seguidores en redes sociales. Parece como si en esta era de vitrinas digitales, todo placer estuviera destinado a ser compartido más que disfrutado.

En París, esa ciudad que convierte en arte hasta lo rutinario, lo he visto con más claridad que nunca. Y eso, que ya lo venía advirtiendo en Sevilla. Gente comprando ropa que no necesita. Pagando sumas exorbitantes por menús de autor que apenas prueban. Buscando el ángulo perfecto para una foto y pasando de largo el instante que podrían haber vivido.

Todo es consumo veloz, experiencia fugaz y una cierta ansiedad por no perderse nada. Eso que ahora llaman FOMO (fear of missing out), pero que bien podría traducirse como el miedo a no exprimir cada gota de una vida cada vez más incierta. Y de nuevo, me vuelve la frase de Stein, rotunda como una sentencia: “Todos vosotros sois una generación perdida”.

No quiero que se malinterpreten mis palabras. No escribo contra el gozo ni contra el deseo de aprovechar la vida. Al contrario. Quizá nunca haya sido tan urgente como ahora reivindicar el derecho a celebrar la vida, a buscar la belleza y a encontrar consuelo en lo cotidiano.

Pero hay una diferencia sustancial entre vivir intensamente y hacerlo sin conciencia del mundo que nos rodea. Entre el gozo compartido y el vacío del exceso.

No se trata de renunciar a la fiesta, sino de preguntarnos qué quedará cuando se apaguen las luces. ¿Será esto también una huida? ¿Una forma de no mirar de frente la incertidumbre? ¿O quizá, más bien, la torpe manera de encontrar sentido a un tiempo que nos desconcierta?

Tal vez, más que una generación perdida, estamos ante una generación que busca, pero que no sabe muy bien qué. Que lo intenta entre likes, excesos y promesas de eternidad en un mundo efímero.

Quizá —solo quizá— aún estemos a tiempo de no repetir la historia, sino de escribirla de nuevo.
Mientras yo seguiré paseando por estas calles de París que alguna vez fueron una fiesta. Tratando de comprender las incógnitas que nos plantea esta nueva década de los años veinte.

Tal vez para entender mejor lo que fuimos. Tal vez para no olvidar que quizá el verdadero desafío no sea vivir como si no hubiera un mañana, sino hacerlo como si de verdad lo hubiera.