Recuerdo que la primera vez que viajé a París, más allá de la Torre Eiffel o el Louvre, lo que más me deslumbró fue su cielo. Aquella bóveda azul que parecía recién lavada, brillante como una seda tendida al sol, me dejó sin palabras. A veces, del azul se descolgaban nubes blancas, tenues, como si fueran trazos sacados de los pinceles de Monet, Renoir o Degas, dejado inconcluso un inmenso lienzo. Y al caer la tarde, el espectáculo se transformaba en un espectáculo de color, donde el cielo se desangraba en tonos naranjas, malvas y ocres sobre los tejados de pizarra parisino, como si el día se despidiera con un último suspiro de belleza.

Fue entonces cuando comprendí el poder de un cielo. Más allá de ser un telón de fondo, es un protagonista silencioso de la vida. Esa misma sensación de belleza inesperada la he vivido muchas veces en Sevilla al levantar la vista. En el embarcadero del Puente de Triana, sentado en un banco cerámico de la Plaza de España o durante un paseo sin rumbo por la ribera del Guadalquivir. El cielo sevillano tiene esa misma cualidad, un dominio inmenso que envuelve la ciudad y le da su medida exacta. Porque los cielos de Sevilla son siempre de la misma talla, como decía Antonio García Barbeito.

Hay días en que uno levanta la vista y se topa con un azul infinito que parece abrirle una rendija al alma. Otros en los que las nubes dibujan formas imposibles, como mensajes cifrados que se disuelven antes de poder descifrarlos. En días grandes —Feria, Semana Santa, Corpus— el cielo es parte del rito, como si también él se vistiera de gala. Y en los días pequeños, los de rutina, los del café con prisas y la agenda apretada, el cielo sigue ahí, ofreciéndose como un refugio. Una pausa, una excusa para respirar más lento.

En París, me gusta sentarme a la orilla del Sena, o en algún banco del Jardín de Luxemburgo, y dejar que el tiempo pase sin prisa mientras el cielo se va transformando a velocidad de óleo. Hay algo de cielo sevillano en esos momentos. Como si las dos ciudades compartieran un secreto, una misma paleta de colores guardada bajo llave. Quizá sea solo una ilusión —una invención mía—, pero me gusta pensar que el cielo traza puentes invisibles entre los lugares donde hemos sido felices. Y entonces París y Sevilla dejan de estar tan lejos.

Cantaba la gran Édith Piaf aquello de “Sous le ciel de Paris s’envole une chanson...”. Y bajo ese mismo cielo, sin entender del todo por qué, uno siente que hay melodías que nos habitan, aunque no las hayamos cantado nunca. Tal vez por eso me gusta tanto mirar el cielo. Porque cuando uno lo contempla, no solo observa el tiempo que hace. Observa el tiempo que fue, el que está siendo y el que vendrá. Percibe, en definitiva, lo que hay de eterno en lo efímero. Por eso, tanto en París como en Sevilla, basta con levantar la vista para recordarlo.