Como todo forastero, cuando llegué a Sevilla, tardé un tiempo en comprender del todo aquella cultura que se respira en torno a la Feria de Abril. Obviamente, había oído hablar de ella, como se habla de algo que es a la vez tópico y mito, cliché y símbolo. Pero no fue hasta hace apenas unos años, comenzando mi nueva vida en Sevilla, cuando crucé por primera vez esa frontera invisible que separa lo cotidiano de lo extraordinario, y entendí que la Feria de Abril no es una simple fiesta más. Es, me atrevería a decir, una forma de vivir la vida para el sevillano.

A diferencia de otras ferias andaluzas, donde prima lo abierto, lo espontáneo o lo informal, la de Sevilla es un universo aparte. Cerrada en sí misma, llena de códigos, de liturgias y de normas no escritas que pueden abrumar al foráneo. Pero, a la vez, es un espacio extraordinariamente acogedor si uno sabe observar con humildad y dejarse llevar por la experiencia del oriundo.

Recuerdo que lo que más me sorprendió en aquella mi primera Feria de Abril fue la fuerza del reencuentro. Las casetas no son solo espacios festivos, sino lugares de regreso. Allí se vuelve a ver al familiar que vive lejos, al amigo de la infancia, al compañero que uno no encuentra ya en el bar de siempre porque se mudó a otro barrio. No hay duda de que la Feria es la piedra angular de la vida social sevillana. En ella se trenzan memorias, se renuevan promesas y se sellan afectos. Durante esos días, las preocupaciones quedan fuera del Real, porque dentro solo importa el presente. El rebujito bien frío, el compás de una sevillana y las risas compartidas con las personas que queremos.

Pero más allá de los afectos, la Feria también es símbolo de una ciudad que, año tras año, se busca a sí misma entre lo que permanece y lo que cambia. Hay algo profundamente atemporal en el Real. La estética se mantiene con fidelidad, como el cielo de farolillos, los vestidos de lunares o el clasicismo de las sillas pintadas. En definitiva, el casticismo orgulloso de una Sevilla que resiste —no sin debate— al empuje de los nuevos tiempos, al vértigo de una modernidad apabullante, pero sin renunciar del todo a ella.

Porque lo que ocurre allí tiene algo de teatralidad. El Real es, en cierto modo, un escenario de luces colgantes, calles con nombres de toreros y caballos que parecen salidos de un óleo costumbrista. Hay una estética del artificio que no se disimula, es más, se exhibe con orgullo. Pero si uno sabe mirar de forma adecuada, observará que tras esa fachada pintoresca hay una profunda verdad. La de los gestos de alegría por el reencuentro o la de la emoción por cruzar la portada del Real. El primer albero pisado tras un año de espera. La vuelta a casa en silencio, cuando despuntan las luces del alba, mientras aún se sienten las emociones a flor de piel. Esa sevillana bailada con aquella persona que nos enciende el corazón.

Y luego está el tiempo. Ese que pasa de forma extraña durante la Feria. Porque todo ocurre muy rápido, pero permanece en la memoria como si hubiese durado una eternidad. Uno vuelve y reconoce rostros que han cambiado. Mira a quienes ya no están y los siente más cerca que nunca. Hay algo de infancia en todo esto. De aquella ilusión con la que se miraba la noria iluminada de la mano de alguien que ya no volverá. Quizás por eso la Feria duele un poco. Porque es fugaz. Porque se va cuando aún nos estamos acostumbrando a ella. Pero también por eso se vuelve a ella cada año. A recordarla, a revivirla, a entender que hay cosas que solo pueden durar unos días para quedarse con nosotros toda la vida.