Hay un lugar al que siempre se vuelve, a pesar de la edad o de las limitaciones del espacio y el tiempo. Ese lugar tiene el olor del hogar materno, el eco de una canción infantil entonada con cariño, la calidez de unas manos que curaban todo con solo posarse sobre la frente. No sé si el Día de la Madre debería celebrarse o más bien recordarse, como se recuerdan las cosas esenciales, con respeto, con ternura y con una cierta melancolía. Lo decía Juan Ramón Jiménez en su poema A mi madre con la claridad de quien ha sabido nombrar la raíz de lo íntimo: «¡Qué bien le viene al corazón / su primer nido!».
Este domingo, Sevilla se ha llenado de flores, perfumes, desayunos improvisados y regalos cuidadosamente elegidos. En cada presente hay una muestra visible —a veces apresurada, otras sincera— del afecto hacia quienes nos dieron la vida. No está mal detenernos un día al año para expresar lo que a menudo nos cuesta decir los otros 364 días: muchas gracias, mamá.
Ser madre no es un trabajo, ni un rol social, ni un arquetipo romántico. Es una entrega constante. A menudo invisible y silenciosa. No hay duda de que la infancia de un niño se construye sobre muchas cosas: el juego, la escuela, los amigos… pero, sobre todo, sobre una mirada que lo acompaña, unos brazos que lo sostienen, una voz que le orienta, en definitiva, esa presencia que no falla. La madre es la figura que teje los valores, modela el lenguaje del afecto y siembra las primeras nociones del bien y del mal. No hay manual ni recompensa inmediata en ese proceso, pero sí una certeza que permanece. Lo que una madre da a sus hijos nunca se pierde del todo.
Sin embargo, vivimos tiempos en los que lo urgente suele eclipsar lo importante. Le damos a nuestras madres un regalo envuelto con esmero, pero les quitamos tiempo, que es, tal vez, lo único que de verdad querrían en un día como el de ayer. Un rato sin mirar el móvil, una conversación sin prisas o una comida sin interrupciones. El tiempo de calidad, ese que no se compra ni se embala, es hoy un acto de amor total. Estar presentes, de verdad, es la forma más honda de gratitud hacia ellas.
Porque el amor de madre no entiende de condiciones ni de calendarios. Es una forma de estar presente incluso en la ausencia. Por eso, en días como el de ayer, hay también que pensar en las madres que sienten el hueco de sus hijos que viven lejos por trabajo. O en aquellas que viven en contextos de guerra y de pobreza. Esas que, muchas veces sin voz, resisten con una fuerza que no cabe en ningún titular. Aquellas madres que defienden la vida con uñas y dientes, a pesar de todo.
Ser madre hoy sigue siendo una tarea monumental. Exige paciencia en un mundo que todo lo quiere rápido, ternura en medio de una sociedad deshumanizada, firmeza en la educación, pero sin dureza y generosidad sin perderse a una misma. Tal vez por eso, al final, la figura de la madre sigue ocupando un lugar único en el imaginario colectivo. No porque la idealicemos, sino porque reconocemos —con más o menos torpeza— que sin ellas no habría principio posible.
Hoy, más que un homenaje, propongo un ejercicio de memoria y de gratitud. Recordar a las madres presentes y a las ausentes. A las que nos abrazan y a las que ya no están. A las que luchan cada día por sacar adelante a sus hijos. A las que crían con ternura y a las que, incluso desde el silencio, acompañan. Porque en el fondo, como decía el poeta, el corazón siempre busca su primer nido. Y ese nido, casi siempre, tiene nombre de madre.