Durante estas semanas de primavera, hordas de turistas se acercan a la ciudad cautivados por la espectacularidad de los desfiles procesionales de la Semana Santa, por el casticismo —para ellos exótico— de la Feria de Abril o por la perenne monumentalidad que hace de Sevilla un epicentro del viajero que viene a nuestro país.
Pero detrás de ese decorado deslumbrante, existe otra Sevilla. Una Sevilla que no aparece en las guías ni en los reportajes de viajes. Una Sevilla que se extiende más allá del campo de visión del turista, que trasciende los límites que fija el relato oficial de ciudad de postal. Esa Sevilla que grita en silencio que también existe.
Hablo de los barrios donde el desempleo no baja del 30%, donde las tasas de pobreza y analfabetismo compiten entre sí por ver cuál duele más. Hablo de zonas donde los servicios básicos —educación, sanidad, transporte— llegan tarde, mal o nunca. Donde las oportunidades se esfuman antes incluso de que los más jóvenes sepan que existían. Donde las aceras rotas, los centros de salud desbordados o la ausencia de alternativas culturales no son una excepción, sino la norma.
Y, sin embargo, esa Sevilla también es Sevilla. Vecinos que reclaman la atención y la mirada de aquellos que gobierna, independientemente de las siglas que luzcan en el logo de su partido. ¿Qué sentido tiene cuidar al foráneo, privilegiar al que viene de paso, mientras damos la espalda a quienes forman parte del latido diario de esta ciudad? ¿Qué tipo de justicia construimos cuando las periferias —esas que no salen en las guías— siguen siendo vistas como una realidad ajena?
Precisamente, el Papa Francisco insistió durante su pontificado en la necesidad de mirar hacia las periferias, tanto físicas como existenciales. No por simple caridad, sino por justicia. Porque es en estos espacios donde se revela la verdadera salud de una sociedad. Las ciudades, decía, deben ser «lugares de encuentro, no de descarte». ¿Qué dice Sevilla de sí misma cuando tolera, año tras año, que barrios enteros vivan en condiciones tan desiguales a otras zonas de la misma ciudad?
No se trata de negar la belleza de Sevilla ni el peso de sus tradiciones. Se trata de que esa belleza no sea excluyente. Que la ciudad que vendemos al mundo no sea una máscara que esconde la fractura interna. Que el orgullo sevillano no sea un privilegio de unos pocos, sino una identidad compartida que incluya también a aquellos barrios olvidados.
El verdadero gesto de transformación no está en embellecer lo visible, sino en atreverse a mirar lo que muchos prefieren ignorar. Reconocer esa otra Sevilla no es solo un acto de compasión, es una exigencia de justicia, de dignidad y, por qué no decirlo, de amor real por nuestra ciudad. Quizás sea el momento de ver esas periferias no como un lugares ajenos a nosotros, sino como un punto de partida.
Tal vez sea hora de levantar la vista, mirar hacia esos márgenes y, desde ahí, empezar a imaginar una Sevilla más justa, más verdadera y más unida.