En 1976, el arquitecto italiano Aldo Rossi queda fascinado con la Feria de Abril, en la que reconoce la capacidad de Sevilla de duplicarse para construir «otra realidad». Acompañado del arquitecto Guillermo Vázquez Consuegra, autor del Pabellón de la Navegación y de la rehabilitación de las Atarazanas, recorre el Real como si de un viaje iniciático se tratase, con la libertad del ojo desacomplejado y la familiaridad del mediterráneo. Tanto es así que declara a sus acompañantes la voluntad de perderse en esa rutina festiva, de ser parte de esa burbuja recién descubierta. Un año después, Manuel Trillo de Leyva, otro gran arquitecto de la cosecha sevillana, comienza su tesis doctoral sobre la Exposición Iberoamericana de 1929 afirmando que «los festejos, ferias y romerías jalonan la historia local de Sevilla.»
La elección del término «jalonar» no es fortuita: confrontando la primera acepción —la acción de «señalar con jalones un terreno o un camino»—, y la segunda —«quedar [un acontecimiento o una serie de acontecimientos] como una marca relevante en el desarrollo de un proceso»—, emerge una polisemia en la que los festejos son, además de determinantes para la salud social, eventos que dejan huellas tangibles en los muros de la ciudad, traumas —buenos traumas— que nos dejan marcas de por vida. Los datos confirman que Rossi tenía razón: vivimos en una ciudad que no cesa de duplicarse, de vivir en un sueño primaveral que no es sueño sino verdad incontestable. En un equilibrio salomónico, por 238 calles de las 475 del centro histórico transitan cofradías en algún momento del año, mientras que las 237 restantes quedan huérfanas de actividad extraordinaria. Si a las procesiones se le añaden otras celebraciones civiles —carreras populares, ferias o mercadillos— la superficie de esa ciudad festiva crece hasta el 75,6% del total de su espacio público.
La idea de que existen ciudades que se duplican y desdoblan había sido planteada por Rossi antes de visitar Sevilla en su obra más reconocida, «La arquitectura de la ciudad». Según el italiano, en la repetición se encuentra el sosiego, la cura, la salvación; la fiesta se convierte así en una terapia sanadora que despeja la ecuación de la madeja: «Si tuviera que hablar hoy de arquitectura —afirma el premio Pritzker de 1990—, diría que consiste más en un rito que en creatividad; porque conozco perfectamente las amarguras y los mecanismos del rito. El rito nos ofrece el consuelo de la continuidad, de la repetición; nos obliga a olvidos sesgados porque, al no poder evolucionar, cualquier cambio supondría la destrucción.»
Este giro en la teoría y la crítica arquitectónica del siglo XX consolida a ciudades como Palermo, Venecia, Florencia o Sevilla como referentes en el fluir del tiempo y la memoria, de una manera particular de habitar el espacio público basada en la repetición de gestos e imágenes. En ellas se atestigua que arquitectura y ciudad están cosidas mediante planos imaginados y figuras heredadas. Como capas terrestres, esas formas de romper lo cotidiano se sedimentan en la memoria con el paso de las generaciones: «Desde siempre he sabido que la arquitectura estaba determinada por el momento y por el acontecimiento, y buscaba inútilmente este momento, que se confundía con la nostalgia, el campo, el verano; era una suspensión, las míticas “cinco de la tarde” sevillanas.» Rossi sentencia que ciudad y cultura son lo mismo, que no se puede entender la historia de una urbe sin conocer sus tiempos, ya sean las cinco horas maestrantes, la medianoche de la centuria o la nocturnidad tardía de la Alameda.
Las agujas del reloj empiezan a marcar hacia los Remedios, con la portada ya casi terminada. Ese gigante efímero, superviviente de la antigua puerta de San Fernando —aquella de piedra, de tubos metálicos la de ahora— sirvió a Rossi de inspiración para diseñar los tres arcos de entrada a la Bienal de Venecia de 1980: inserta ya en el ADN del arquitecto, Sevilla se coló ese año en el epicentro del arte mundial como una invitada fuera de lista, representante de todas esas arquitecturas menores que habitan en nuestros recuerdos, de esos edificios anónimos, sin padre ni madre, que cumplen las funciones más mundanas y necesarias: entrar y salir por una puerta para adentrarse en un recinto, tal vez en la primavera. Como ese tablón que flota tras un naufragio llega la Feria, el bote salvavidas de un mundo revuelto.