El Domingo de Ramos pasearé a media mañana por Oxford Street y entraré en Selfridges recordando aquella primera vez hace treinta y cinco años. Muchas cosas han cambiado pero la mayoría no. La ilusión por viajar, conocer cosas nuevas, ver a gente de todas partes del mundo, pasear por los pasillos de esos grandes almacenes con dependientas elegantemente vestidas que nos apuntan con un frasco de perfume y llegar a la zona de las tiendas de comida alternadas con barras de cocinas internacionales.
Imaginar qué hace esa joven alta y pelirroja, quizás sea una universitaria norteamericana y esté en Londres cursando un master, o esa pareja de japoneses que dan la sensación de vivir en los alrededores y tener un alto nivel de vida porque seguro que él trabaja en una multinacional como ingeniero y ella en un departamento de marketing de una tecnológica.
Subiremos al restaurante Brasserie of Light y bajo sus altos techos junto a unos inmensos ventanales disfrutaremos de un sabroso almuerzo esta vez con agua, hielo y limón, oyendo la nueva música que nos ofrece la DJ que se contornea sin avergonzarse muy segura de sí misma. El camarero negro con smoking baila tras la barra dorada iluminada mientras agita la coctelera y esgrime una blanca sonrisa, que no pare el ritmo.
Los edificios tras el ventanal parecerán los de siempre, los de aquellos meses en Londres aprendiendo inglés en Pitman School y cuando vaya junto a mi academia en Southampton Road y visite el pub que frecuentaba con mis amigos no tomaré mi pinta favorita sino un limonada con un fish and chips. Al igual que entonces dejé de fumar por la carrera de fondo, hoy que sigo corriendo he tomado la decisión de no tomar nada de alcohol.
Cuando el lunes trote por Hyde Park notaré que me muevo más ágilmente que el pasado verano con siete kilos menos y pensaré que quizás pueda perder una talla más y parecerme a aquel estudiante de veinticinco años con la carrera de Derecho recién terminada y toda una vida por delante. Casi al amanecer por esos caminos entre césped y árboles, con fuentes y gente paseando a sus perros, otros caminando o corriendo, ese Lunes Santo en Londres seguiré siendo sevillano, un sevillano en Londres.
Desayunaré con mi mujer tomando varias tazas de té junto al ventanal que da a los jardines del hotel y cogeremos el metro en Lancaster Gate para ir al club, pues estar en Londres también es leer y escribir en la biblioteca, bajar a tomar un chocolate caliente al salón de té y subir otra vez para seguir escribiendo en una de las mesas junto a los altos ventanales orientados a la avenida recordando aquel verano de dos mil quince cuando nos adentramos por primera vez en ese edificio.
A mediodía tomaremos el menú del restaurante art decó y después pasearemos por Regent Street, Picadilly y Jermyn Street. Las luces se encenderán pronto y en un Londres primaveral recordaré aquella primera Semana Santa fuera de Sevilla encontrándome conmigo mismo. La noche refrescará y en una Trafalgar Square semi oscura tomaremos el metro de vuelta a nuestro tranquilo hotel.
No nos perderemos un paseo por el mercado de Portobello pues aunque nos dé la sensación de haberlo visitado recientemente hace ya más de diez años que estuvimos en aquel pub que hacía esquina donde nos encontramos con Manolo y su hija, compañera de colegio de nuestros hijos, y desde allí recorrimos aquella larga calle llena de tiendas y tenderetes con toda clase de objetos como discos, camisetas, chapas, instrumentos musicales, casas de cambio, puestos de salchichas y hamburguesas de los que emanaba olor a barbacoa y carne quemada, casas de ladrillos y de colores, librerías de Notting Hill con libros viejos y madera antigua.
Escaparates vistos desde dentro que permiten ver pasar a mujeres altas y esbeltas, independientes, con calzado deportivo, seguras de sí mismas, que me recuerdan mis paseos por Londres admirando la belleza femenina en aquellos días de estudiante que todavía vivo sin renunciar al afán por una nueva primavera de felicidad y optimismo en mi ciudad favorita.