Sergio del Molino irrumpió en 2016 con "La España vacía", un celebrado recorrido por los efectos de las paupérrimas inversiones en las zonas rurales —y no tan rurales, si no que se lo digan a Sevilla—, en una segunda derivada de la falta de planificación territorial de todos los gobiernos democráticos que han poblado el ejecutivo. Nuestra ciudad lleva semanas planificando para repartir bien el rebaño y que no haya aglomeraciones ni grandes vacíos como los que relataba el periodista. Aunque en la presentación del efectivo de seguridad el Ayuntamiento obviase al Consejo General de Hermandades y Cofradías, la buena noticia es que el engranaje está tan ensayado que todos saben cuál es ya su función y cómo deben actuar. La ciudad va sola, aunque sea en punto muerto, con la salvedad de algunas ocurrencias como esas líneas rojas que marcan el espacio por dónde las cofradías deben discurrir.

Mientras las imágenes se suben a los pasos y la ciudad se prepara, unos pocos e influyentes opinadores siembran la idea falsa, conscientemente mentirosa, de que cuánto mejor sería una Sevilla vaciada de gente, en un alegato puritano contra la celebración popular. Esta corriente, que pesca adeptos entre despistados y perezosos de pensamiento, siempre existió: sus predecesores ya criticaron a Pablo de Olavide por fomentar obras teatrales. A su muerte, tras haber sido acusado de «convicto, hereje e infame» por la Inquisición, el teatro se prohibió, y todos los coliseos de la ciudad tuvieron que cerrar. Cuenta el cronista José Velázquez que se organizaron procesiones civiles hasta San Juan de Aznalfarache, municipio libre de restricciones, para acudir al teatro. Un siglo después, entre 1876 y 1878, el alcalde Ibarra prohibió las saetas tras la presión de la prensa, que las consideraba indecorosas, impías, aldeanas y villanas; en 1929 sería el cardenal Ilundáin quien las vetase. En 1943, marchas como «Pasan los campanilleros» o «Rocío» dejaron de tocarse por la alegría y el «jolgorio» que provocaban.

Cien años más tarde se intenta proyectar una imagen de desbordamiento, de fiesta cercana al colapso, de calles abarrotadas y cortejos interminables, «una situación insostenible». La Semana Santa crece en participantes y espectadores, y a ciertos personajes parece sentarles mal que el fervor traspase iglesias, abandone la naftalina, coquetee con nuevos formatos y explore fórmulas irreverentes. Los numerus clausus o una antigüedad mínima para poder hacer estación de penitencia, como aquella prohibición del teatro y de las saetas, no impedirían que la Semana Grande continuase creciendo, acaso provocando exilios colaterales a pueblos cercanos. La pérdida del monopolio de los apellidos largos y las familias de bien parece escocer hasta el punto de motivar una campaña que cala de arriba a abajo, llegando a convencer a los propios afectados.

Cuando escucho el relato de la ciudad saturada pienso en el tránsito solitario del Cautivo de San Pablo por Sinaí, convertida en una verdadera Castilla vaciada, en el Cerro por la gasolinera de Ramón y Cajal, en la entrada de las Penas de San Vicente en un ambiente de pueblo regio, en la cómoda entrada del Cristo de Burgos o en la lonja alfombrada del rectorado cuando la Virgen de la Angustia se recoge. Es curioso que los denunciantes del colapso sean quienes ven desde sus balcones todos los huecos libres en la calle, halcones de una decencia que se resisten a practicar entre paso y paso, cuando vuelven al interior de las casas anchas y animosas. El no recorrer las calles y escuchar sólo algunas ondas de radio y redes sociales invocan demonios que no existen, enemigos con rabo y tridente que no son más que sombras y paja.

Como el «cofrades, a la calle» ya tiene copyright, invito sin lemas a abandonar la calle Adriano y descubrir una Sevilla de huecos, de andares cómodos, de esperas largas y luminosas, de pasos constantes pero pausados; animo a perderse en algún punto indeterminado entre Doctor Laffón Soto y Afán de Ribera, entre el Jota de San Benito y la Mina del Cerro. Una Sevilla vaciada de problemas, que no de obstáculos, que contradice ese final del mundo que nunca llega.

Hace catorce años, en la última salida de Juanma Martín como capataz de los Gitanos, mientras uno de sus herederos le ayudaba a encajar al Señor en el umbral del templo, se escuchó una sentencia que hay que recordar siempre que algún runrún impostado nos amenace con no disfrutar del presente. Dirigiéndose a uno de los costaleros, el hijo del capataz clavó una estaca a lo lógica del tiempo: «Vamos Ramón, que acaba de empezar el año que viene.» Cuando en unos días la lluvia deje a niños sin salir y arreglos por estrenar, cuando la ciudad se vacíe por los porcentajes de precipitación y las llamadas amargas a la AEMET, habremos de recordar las palabras sabias de Martín Núñez. Esto no acaba, esto acaba siempre de empezar. Ni los opinadores cenizos ni cientos de litros de agua frenarán esas largas caravanas que buscan, en forma de teatro o de cofradías, la alegría de la bulla.