El relato cristiano se basa en una teoría especular: la imagen —el cuerpo— del hombre se replica. A esa réplica se le inflige dolor y sufrimiento para alcanzar la gloria. Esa relación causal pena-salvación es sobre la que se basa parte de la vida de los fieles.

Algo parecido sucede con los edificios: en la arquitectura efímera el modelo más replicado es el de la casa o cabaña —el espacio más corporal de todos— que, como el cuerpo humano, es engendrado con la certeza de que tiene fecha de caducidad y que sufrirá un proceso de degeneración y muerte. Dentro de las casas, sean caducas o eternas, los objetos poseen un valor tasable.

En algunos de ellos, los más especiales, se desencadena un proceso de simbolización ritual que requiere no sólo de un lugar sino también de un hábito: esa taza que siempre usamos, la túnica que vistió nuestro abuelo y que pasa por la tintorería cada mayo, el reloj heredado que marca la línea del moreno cuando el sol empieza a picar.

Gracias a esa capacidad de sincronizar los recuerdos, los objetos rituales están cargados de significado hasta el punto de que pueden conservarlo incluso cuando el rito se ha culminado, convirtiendo la memoria en prolongación y prueba de su supervivencia. Tal vez así se explique cómo los varales de un palio o los frontones de madera de los pasos de cristo sean capaces de activar emociones profundas, llantos y sonrisas como sólo un familiar querido o un momento catártico puede producirnos. El lenguaje de metáforas y alegorías del barroco se valió de esta capacidad para desplegar su programa, rebasando el sentido estrictamente religioso y regalando al hambriento pueblo un conjunto de espacios y objetos por lo que valía la pena morir, incluso vivir.

Explica el filósofo Henri Bergson en Materia y Memoria que la memoria está condicionada por la familiaridad de los objetos que nos rodean, que no son más que la sombra del molde del que salieron: «Un ser humano que soñase su existencia en lugar de vivirla tendría indudablemente bajo su mirada la multitud infinita de los detalles de su historia pasada (...). La mayoría de las veces, estos recuerdos desplazan nuestras percepciones reales, de las que entonces no tenemos más que algunas indicaciones, simples signos destinados a recordarnos antiguas imágenes.»

El Dios encarnado en cuerpo de hombre es una copia salida de una horma usada desde los tiempos de Adán; también los objetos que ahora se bajan de los altillos son réplicas de recuerdos, variaciones distorsionadas de viejos moldes —ya sean antepasados de carne y hueso o costumbres pasadas— que se nos aparecen en los pliegues de una cola de ruan arrugada o en las motas de canela caídas sobre una torrija.

El paso por la tintorería pretende hacernos creer que todo se estrena. En realidad nada se estrena, ni siquiera cuando se estrena: la repetición de los hábitos no es más que un reflejo en el espejo de nuestro ayer, el ayer de todos, el ayer del poeta exiliado y el del músico lacónico, el del asistente Olavide, el de aquel pobre ajusticiado en la plaza de San Francisco y quemado en el Prado de San Sebastián, incluso el ayer de aquella madre que murió en algún punto de la historia sin que quedase rastro de ella más que el haber pisado la misma tierra que será pisada este año, cuando el rito se renueve y la primavera simule la inauguración de algo.

Por eso descontando los días para esa catarsis de renacimiento, renovación y expiación, la memoria parece fallarnos y aparecen grietas en el espejo, ¿serán esta casa y esta ciudad un espíritu hueco? ¿se habrá usado tanto el molde de nuestra memoria que ya nada quede del primer troquel, y todo sea un altar efímero con aspecto de catedral robusta y de edén terrenal?

Ante el desconcierto de esta época dividida entre oficinas y azahares, la ciudad que no se mueve, la que permanece en forma de muros y adoquines, nos acompaña y tranquiliza—¿de dónde vendrá esa confianza ciega en los objetos muertos, sean piedras, zaguanes o ventanas, y la poca fe en los cuerpos vivos?—, porque nos provee del sosiego de un rostro conocido, de la calma de un niño que cree que, como sus padres, también su casa durará para siempre.

Para saber si todo esto no es más que el recuerdo distorsionado o si se trata de un tiempo que va moviéndose en círculos continuos, desgastando la roca, las telas y las pieles, quizás haya que fijarse en un objeto que pasa rozando bocas atónitas cada Jueves Santo: en el paso del Cristo de la Coronación de Espinas (Agustín de Perea, 1687), una colección de espejos refleja Sevilla en múltiples ángulos, rompiéndola como si de un espejo maldito se tratase, quebrando la Giralda en cachitos cubistas y las caras de quienes lo contemplan en seres troceados, parciales, desmembrados.

Tal vez en esos trozos se encuentre la matriz de la que un día brotamos; quizás no sea más que una réplica de aquella primera primavera que en realidad fue la única que existió. Aquella que se replica infinitamente, como dioses encarnados. Aquella por la que merece la pena vivir. Y morir.