En Las cofradías de Sevilla y la II República (Abec editores, 2011), Juan Recio cuenta que justo antes del inicio de la Guerra Civil, Sevilla era una ciudad excéntrica, a medio camino entre la vanguardia y la locura. Entre las escenas relatadas está un camión de leña que oculta el busto y las manos de la Virgen de la Estrella, una ambulancia que traslada a la Soledad de San Buenaventura, la Virgen del Subterráneo transportada en camilla por su barrio, la Amargura metida en un carro de carbón picado, las imágenes del Ministerio del Decreto de la Trinidad sentadas en los asientos traseros de un taxi o la Virgen de la Piedad circulando con pasaporte del consulado de Checoslovaquia. Dice Pedro G. Romero que ese paisaje de imágenes trasladadas revela una ciudad que apuesta "por la fetichización de las cosas, los espacios y los tiempos, expresión máxima de la ciudad como expresión única del mundo". Una mezcla de chovinismo francés y cosmovisión bilbaína en la que Sevilla se convierte en Sol y sus imágenes conforman un Panteón rector del universo, con la Estrella de diosa de las plegarias alfareras o la Macarena vestida de Deméter protectora de campos y huertos.

Estos disparates, con vírgenes amputadas metidas en camiones de leña, se habían intensificado en Andalucía mucho antes de la II República: a partir del siglo XV comienza un proceso que Felipe Pereda califica de "vértigo teológico", y que podría explicarse como el momento previo a una gran liberación de energía, a una suerte de fisión cultural. En su imprescindible Las imágenes de la discordia (Marcial Pons, 2007), describe el paso, en apenas 30 años, desde el hostigamiento a las representaciones sagradas hacia la proliferación casi industrial de imágenes. La obligación de judíos y moriscos de asumir el cristianismo hace que los conversos intensifiquen la celebración de las imágenes y exageren su fervor recién adquirido. Unos protocolos que requerían una gran exposición pública y adoptar gestos mucho más explícitos que los cristianos de nacimiento. Estas fórmulas vistosas y complejas desencadenan escenas que se adelantan a lo que marcaría el Concilio de Trento. Es decir, que Sevilla se adelantó varias décadas a la Contrarreforma —como también lo hizo con la declaración del Dogma Concepcionista— gracias aquellas comunidades a la que se intentó expulsar, a las religiones prohibidas que tuvieron que demostrar con redoble de tambores y exhibiciones casi carnavalescas que eran muy cristianas.

Tras la Guerra Civil, el régimen se apropiaría de la imagen y la fiesta –basta recordar el borrado de San Gil y la construcción de la Basílica Macarena a mayor gloria de Queipo– para, más tarde, volver al carácter popular y transversal en la Transición. Estos vaivenes demuestran que la relación con las imágenes se adapta con increíble facilidad al contexto que les toca vivir; sobreviven porque en las carteras de los afiliados ateos a la CNT y los fervorosos sublevados de las JONS aparecen las mismas Vírgenes, capaces de emparejar rivales de trinchera. En plena República, Antonio Machado ya había defendido en voz de Juan de Mairena la posibilidad de que en el régimen laico y democrático cupiesen manifestaciones religiosas, y que en la naftalínica esfera cofrade hubiese espacio para la blasfemia: "La blasfemia forma parte de la religión popular. Desconfiad de un pueblo donde no se blasfema: lo popular allí es el ateísmo. Prohibir la blasfemia con leyes punitivas, más o menos severas, es envenenar el corazón del pueblo, obligándole a ser insincero en su diálogo con la divinidad." Desde la conversión forzada de judíos y musulmanes, la blasfemia está adherida genéticamente a la fiesta porque en ese proceso se mezclaron tradiciones ajenas y gestos exagerados, dándole el valor del mestizaje y la capacidad de supervivencia.

Para entender la transversalidad del fervor andaluz no hay que irse a las voces de la Generación del 98: cien años después del poeta, la etnóloga Martine Segalen parece hablar también en boca de Juan de Mairena cuando explica que "la fiesta reviste a las formas rituales, obligatorias, sin que el rito asuma necesariamente una componente religiosa o el carácter vinculante a un valor moral." Ni a Antonio Machado ni a Federico García Lorca —que había alabado la arquitectura contemporánea de Le Corbusier comparándola con las casas de los gitanos del Albaicín— les extraña que sea precisamente en Andalucía donde sea compatible lo primitivo y lo contemporáneo, lo blasfemo y lo sagrado, el dogma con la improvisación, la oración con la fiesta.

En las primeras páginas de El poder de las imágenes (Cátedra, 200), David Freedberg relata cómo la Contrarreforma provoca la publicación de múltiples volúmenes dedicados a las reglas para el cuidado de la familia y el comportamiento doméstico, detallándose el tipo de pintura e iconografía que presidir cada estancia de la casa: en las habitaciones de los infantes debía estar representado San Juan Bautista o al Niño Jesús en brazos de la Virgen —"Una buena imagen sería la de Jesús mamando, durmiendo en el regazo de su madre, puesto en pie con elegancia ante ella, o marcando un dobladillo"—, mientras que las niñas debían crecer "viendo a las once mil vírgenes, discutiendo, peleando, orando".

Cuenta Freedberg que mientras en Sevilla se exige a los judíos un compromiso público de fe, en Florencia se extiende el uso de los bambini esculpidos del Niño Jesús, presentes en los salones de los palacios. El uso de estos muñecos no se limita a la meditación y la adoración, sino que forman parte de la dote de las familias de clase media y alta, que se encargan de bañarlos y vestirlos, dispensándoles cuidados durante el embarazo para que el recién nacido tuviera los atributos deseados. Además del alivio de saber que no somos –ni fuimos– la única ciudad en caer en el fetichismo de las imágenes, el relato de los bambini, las palabras del poeta y la imagen de santos subidos en un taxi cruzando Sevilla nos recuerdan la capacidad de esta latitud inmersa en la Cuaresma de adaptarse y sobrevivir. Aunque ahora resuene el soniquete de los excesos cofrades, la realidad es que esas voces reclaman volver a un sitio que nunca existió, el de una pulcritud castellana y un recogimiento zamorano impostados, tan lejanos de la historia de Sevilla como los bailes Haka neozelandeses o los ritos fúnebres mongoles. La ciudad seguirá siendo, como anhelaba don Antonio, blasfema y beata, con nazarenos de capirote subido, rosario en la mano derecha y bocata de tortilla en la izquierda.