El pasado miércoles, con la imposición de la ceniza en nuestras frentes, dio comienzo un nuevo tiempo litúrgico: la Cuaresma. La ciudad de Sevilla, como hace cada año, ha iniciado un periodo de metamorfosis. El aroma del incienso se entremezcla con el trajín diario, impregnando cada esquina, cada plaza, cada templo. En las tiendas cofrades se suceden las colas de aquellos que buscan confeccionar sus hábitos de penitente o sus capirotes y en las casas de hermandad se recibe a los hermanos que desean sacar su papeleta de sitio para formar parte del cortejo procesional. Las confiterías exhiben en sus escaparates dulces que nos evocan los recuerdos de infancia. Torrijas empapadas en miel, pestiños crujientes y leche frita espolvoreada con azúcar y canela. La ciudad, poco a poco, comienza a latir con otro compás, aquel de la espera contenida y la devoción renovada.
Pero la Cuaresma también se vive en el recogimiento del hogar. En las casas se preparan los hábitos con esmero, se desempolvan los costales y se planchan los antifaces o las capas que, en unas semanas, recorrerán las calles en silenciosa penitencia. Es tiempo de reencuentros familiares, de tardes en las que suenan marchas procesionales mientras se comparten anécdotas de otros años. Cada casa se convierte en un pequeño templo donde se cultiva la fe y se enseña a los más pequeños el significado de la Semana Santa. En las iglesias, las hermandades celebran sus cultos cuaresmales. Los besamanos, quinarios y vía crucis marcan el ritmo de este tiempo de espera y reflexión. Es también un periodo de fraternidad, vivido en las largas tertulias cofrades de los bares, donde se comparte la ilusión por lo que está por venir. Pero la Cuaresma es, además, tiempo de «capilleo», ese peregrinar del cofrade en busca del rezo íntimo, del encuentro personal con los sagrados titulares en la soledad de una capilla en penumbra.
Sin embargo, la Cuaresma no es solo preparación exterior. Es también un tiempo de renovación interior. No se limita únicamente a la limpieza de los enseres, el ensayo de las cuadrillas de costaleros o el repaso de los estrenos de las hermandades, sino de preparar el corazón para lo que está por venir. A veces, nos quedamos en la superficialidad de ciertas tradiciones y olvidamos el verdadero sentido de este tiempo litúrgico. En muchas ocasiones, pensamos que la Cuaresma es únicamente no comer carne los viernes, una costumbre que puede parecer anacrónica, pero que quizá sea un recordatorio de que la renuncia es necesaria para valorar lo esencial. La abstinencia en Cuaresma no debería limitarse a lo gastronómico, sino extenderse a todo aquello que nos aparta de lo verdaderamente importante: menos tecnología y más diálogos en familia, menos prisas y más tiempo para la oración, menos ruido y más espacio para el silencio. Tal vez sea el momento de ayunar de lo superfluo y alimentar el alma, porque no solo de pan vive el hombre.
Precisamente, la Cuaresma es eso, un viaje de cuarenta días hacia el misterio de nuestro ser, un tiempo de renovación y esperanza, una oportunidad para volver al origen. Y así, cuando llegue la tan ansiada Semana Santa, los azahares perfumen la ciudad y los primeros capirotes del Domingo de Ramos inunden las calles, sabremos que hemos recorrido el camino con el corazón dispuesto, con la certeza de que la espera ha valido la pena.