Se quejaba aquel valenciano airadamente del pato "vacío" a la naranja que le habían servido a su esposa, con un tono no demasiado acorde con los consejos que él impartía en el curso de relaciones humanas. Y he de decir que cuando él intentaba mostrar al metre la veracidad de sus afirmaciones trinchando la famélica ave, yo sólo veía huesos formando una carcaza con poca sustancia: consecuencia lógica de que la comensal había dado buena cuenta de la suculenta carne.

Eso fue hace ya treinta años, en una cena de Dale Carnegie donde Plácido Guerra me pidió que realizase el curso de instructor en Madrid. En el salón principal del Mesón de Don Raimundo colgaban lámparas de araña, viejos tapices sobre las paredes, espejos de marcos dorados y daba la sensación de estar en el comedor de un antiguo castillo. Como aquella cena a la que llevé al barrister y al solicitor con los que colaboraba en la defensa de un español procesado en una ciudad inglesa y en la que ellos no me permitieron pagar.

Mis amigos de la carrera me preguntaban cuando los llevaba a la taberna del mesón los fines de semana, al final del callejón de cuyas paredes encaladas cuelgan macetas con geranios, cómo había descubierto yo ese sitio tan apartado y acogedor en el que rara vez había alguien más que nosotros y uno o dos camareros.

Se quedaban sorprendidos de las dos grandes armaduras que custodiaban la entrada al bar en el que su pequeña barra en “ele” nos servía para apoyarnos mientras degustábamos el pimiento mozárabe y las costillas en adobo acompañados de cañas de cerveza muy fría y con espuma.

Allí, esos viernes y sábados teníamos la primera cita antes de ir a lugares más concurridos del barrio de Santa Cruz o el centro, y podíamos charlar oyéndonos a nosotros mismos sin el barullo propio de otros locales cercanos donde las voces impedían entender lo que nuestro interlocutor quería decirnos aunque fuese a poca distancia.

Los estudios de Derecho avanzaban y esas citas con la pandilla eran esenciales para despejarnos y disfrutar de uno de los rincones más bonitos de Sevilla. A mi muchas veces me gustaba llegar sólo y adentrarme en la calleja oliendo a jazmín y a noche con el canto de un grillo que definía aún más el sosiego en esa esquina.

Siempre me gustó ir al mesón con mis novias y amigas cuando salía solo con ellas, pues quería invitarlas en un lugar original, bello y acogedor. Y es que era uno de mis sitios favoritos junto al Traga y Las Teresas.

Hoy sigo disfrutando de unas maravillosas vistas desde su terraza "La Fortissima" abierta no hace mucho en la que me siento como en casa, en mi sitio desde hace cuarenta años en una Sevilla que no cambia en lo esencial y que nos permite gozar de estos parajes a los que acudimos con la familia, amigos y compañeros para divisar la ciudad inmortal, eterna, que contemplas imaginando cómo sería hace siglos.

Cuando paso algunas mañanas por Argote de Molina haciendo mi caminata y veo su entrada reconozco que el mundo no avanza tan rápido como algunos creíamos y finalmente en la Sevilla de siempre nos esperan estos lugares nuestros en los que permanece parte de nuestra vida.

Sigo adelante dejando a mi derecha el Palacio de los Pinelo y me encuentro al fondo el bar Estrella, que también visitaba en mis años de universidad. Conventos y callejones estrechos hasta llegar a La Alfalfa y la Librería Boteros para salir otra vez a la Plaza Cristo de Burgos y caminar después por la tranquila calle Doña María Coronel.

Cuando vengo de vuelta y veo otra vez la entrada al callejón del mesón es como si divisara la casa de un familiar, un lugar acogedor lleno de recuerdos, de largas conversaciones, de historias, momentos de aquellos años en que forjábamos nuestro futuro con cierta responsabilidad pero también con la tranquilidad y el entusiasmo propios de aquella edad.

Y giro hacia mi izquierda camino de la calle Mateos Gago por Abades, resonando en mi memoria acordes de la tuna y el sonido de las campanas de la Catedral. Otra vez el Barrio de Santa Cruz, perdiéndome en sus estrechas calles donde no se percibe el paso del tiempo y solo escucho el sonido de mis pasos.