Ernesto de Martino nació en Nápoles en 1908. Hasta su muerte a los 56 años se dedicó a recorrer el sur de Italia, de borde a borde, obsesivamente, como un terraplanista con ansias de llegar a los cantos del plato. Este antropólogo con aires de geógrafo sentía una atracción primitiva por la tierra. Los pueblos de la Campania, la Puglia y la Basilicata le llamaban como tambores ancestrales retumbando en la espesura de un bosque. Su afán explorador le llevó a filtrarse en los pueblos donde el siglo XX todavía no había roto aguas.
Durante aquellas estancias elaboró una teoría antropológica de la que hemos heredado principios de una lírica abrumadora: la tierra del remordimiento, el folclore progresivo, el laboratorio del mundo mágico, notas de campo, sur y magia. Parejas de palabras, expresiones y metáforas con las que explica cómo la religión, la magia y la mitología, son creaciones irracionales y a la vez espacios de seguridad con los que afrontar las incertezas de la vida cotidiana.
A pesar de la irracionalidad de las procesiones, bailes colectivos y rituales arcaicos, de Martino defiende que «procurar seguridad es, en definitiva, un síntoma de la razón (...) ya que se opera con un conjunto de reglas (...), y siempre que hay consenso en una comunidad, hay razón».
Esta teoría fue elaborada mientras en España las tradiciones seguían secuestradas por el régimen, incluso erradicadas por heréticas. Algunas de las supervivientes se guardaban bajo llave, en silencio, con la complicidad de unos vecinos que sin saberlo, honraban a dioses romanos llenando de panes preñados altares improvisados en la calle, colocando santos en las esquinas, columpiándose sobre una manta de romero o sacando dragones en procesión. Lejos de ser una revolución antifranquista, se trataba de proteger ese espacio de seguridad, de seguir unas reglas comunitarias que inmunizaban a un pueblo de lo que sucedía fuera.
Acabó el Carnaval, ayer comenzó la Cuaresma, y la Semana Santa llegará como la catarata de ferias, el Corpus, y el Rocío. De este último, y quizás de los anteriores, se seguirán escuchando voces denunciantes del anacronismo del salto de la verja, incluso habremos de leer concienzudas relaciones entre la deriva en el voto de algunas comunidades con la permanencia de estos ritos. Valdría la pena rescatar a De Martino cuando teoriza que relacionar el progreso con la ausencia de creencias, como una correspondencia de peso y precio, es bastante discutible: «Las naciones modernas que componen Occidente son modernas en la medida en la que junto a las técnicas científicas, el conocimiento de los orígenes y el destino de los valores culturales, hacen todavía valer la esfera de las técnicas mítico-rituales, la potencia mágica de la palabra y del gesto.»
La diana está puesta en las imágenes devocionales y el gesto de los almonteños, pero si la crítica estuviera mejor formulada habría de indagar en las relaciones con esas «notas de campo» y aquellos «laboratorios de magia» de los que hablaba el antropólogo. No sólo al cielo miran las plegarias, sino a la tierra. En Andalucía, tal vez como ocurre en el sur de Italia (basta acordarse de la Mamma Roma de Pasolini o la institucionalidad de la nonna), se le llama «madre» a la tierra, a una virgen, y una madre de verdad, porque la ligazón a esos trozos de corteza terrestre que vienen dando naranjas, algodón, aceite y arroz desde hace siglos es tan larga como la sombra del ciprés de Delibes. En la Vega del Guadalquivir, con un suelo preñado de ánforas de aceite y hornos romanos, se le llama «Madre vieja» al brazo seco del río, a ese vacío dejado por los desvíos naturales del agua o las obras forzadas del hombre. Como una tumba al cielo abierto, se le honra y cuida como a un familiar, se le desbroza, y se le baña para luego regar los campos.
Como la religión, la tierra es un instrumento de refugio y protección, da cobijo y promete un futuro positivo. Tanto en los finales prescritos por el catolicismo como en los ciclos anuales –el periodo de lluvias acabará llegando, la primavera hará florecer de nuevo esas hierbas mustias, y las buenas cosechas regresarán–, el sentido de las acciones del hombre se dirige hacia un final feliz. La existencia tiene un sentido negativo y el individuo no naufraga en la negatividad porque sabe que hay un orden superior, en forma de diosa o de tierra, que la anula y la resuelve.
Cuatro décadas antes, reflexionando sobre la Semana Santa, Antonio Núñez de Herrera afirmaba que «los ritos y ceremonias tienen una misión fundamental: meter a la gente en capilla, sugerir a los humanos el tema edificante de la defunción aplazada». Los gestos repetidos por los pueblos para salvarse serían entonces una herramienta científica con una metodología sencilla: siguiendo las reglas los participantes se aseguran una recompensa, la «defunción aplazada». Esos bailes, esos cantes hondos de lamento, incluso esos asaltos a la verja permanecen como los rasgos familiares de la cara o el lenguaje sonoro del andaluz no por fanatismo, ni por genética, ni por costumbre, sino por el peso de una ciencia propia que intenta escapar de la insoportable idea de la desaparición, que amenaza con devolver a la tierra lo que un día brotó de ella.