Debo reconocer que uno de los lugares que más me gusta visitar en Sevilla son las librerías. Me encanta entrar en Boteros, saludar al dueño y examinar algunos libros antiguos en las mesas que hacen de expositores en el centro de la sala recordándome algunas portadas a autores y títulos que ya he leído aunque fuese parcialmente, otros no tanto y algunos los descubro ese día.
Miro hacia el ventanal de la calle Odreros y allí hay más libros encima de un mueble. Las vistas de la calle empedrada me distraen un poco a la vez que me fijo en algunos transeúntes que pasan por delante del escaparate. Y a mi derecha, otra ventana que igualmente irradia luz e ilumina los ejemplares usados sobre otra estantería.
Me vuelvo hacia la biblioteca principal y examino un libro sobre el Tercer Reich que comienzo a leer sobre la mitad de la obra, me adentro en la historia y me sitúo en el año 39 en Berlín en uno de los grandes salones de una embajada. De pie, olvidándome de los demás visitantes de la librería, leo varias páginas y observo que algunas hojas están subrayadas a lápiz. Además, en la primera página aparece una fecha, 2-VI-67, y un nombre: Benito Alende. El libro es de pasta gruesa de color negro, tendrá unas seiscientas páginas y cuesta ocho euros. Quizás otro día, hoy no lo voy a comprar.
En ese momento observo que una universitaria de unos veinte años está preguntando a Daniel por libros en francés y él le indica la mesita que hay junto al ventanal de la calle Boteros. Me fijo en la joven que va vestida con falda de colegiala y un jersey de lana azul marino que deja asomar los cuellos blancos. Es morena y muy guapa, tiene el acento del norte. Mientras reviso un libro sobre el juez Falcone, me vienen a la memoria recuerdos de algunas estudiantes de la biblioteca de la facultad de Derecho cuando yo pasaba largo tiempo en sus mesas de madera maciza en un cierto silencio solo interrumpido por algún susurro que era rápidamente extinguido por la voz grave del bibliotecario que ejercía como severo vigilante en esa antigua fábrica de tabacos.
Altos techos, la estantería principal que llega casi hasta arriba, una estancia iluminada y sólo yo junto a una alumna probablemente de filología consultando novelas y libros de poesía en francés. En un instante mira tímidamente hacia mi mientras sujeta un libro en sus manos y creo que va a decirme algo. Me atrevo a preguntarle qué estudia y me contesta que hace la especialidad de psiquiatría. Me quedo sorprendido y le pregunto qué edad tiene: veinticuatro años.
-¿De dónde eres?
-De Buenos Aires
-Pensaba que eras vasca
-Tengo abuelos vascos
-¿Por qué buscas libros en francés?
-Busco algún libro de Balzac
-Uno de mis escritores favoritos
-Mi profesor nos ha pedido que hagamos un trabajo libre sobre una novela de la comedia humana, la que queramos, describiendo el perfil psicológico de los principales personajes de la obra ¿Usted ha leído muchos libros de Balzac?
-He leído cuatro novelas y dos biografías suyas.
-¿Cuál le ha gustado más?
-"Las ilusiones perdidas", porque describe un mundo de ambiciones en aquel París al que se enfrenta un joven escritor de provincias que se tropieza con los placeres y las satisfacciones de la vanidad, sacrificándolo todo a ellos.
-Veo aquí "Eugenia Grandet", he oído hablar de esta novela.
-Sí, es de las más conocidas de Balzac. La leí hace más de veinte años y me gustó mucho. Por cierto ¿Por qué quieres leerla en francés?
-Es mi segunda lengua por parte de madre, soy bilingüe.
-Yo estudié francés pero no he leído a Balzac en francés, debe ser apasionante.
-Le invito a un chocolate aquí al lado. Me gustaría hablar con usted sobre el escritor. A propósito ¿No será usted escritor?
-A veces escribo algunos relatos pero me dedico a la defensa penal.
-¡Qué emocionante!
Antes de salir hacia la calle Boteros en busca de ese café que no conocía y acababan de abrir, me preguntó Daniel si quería encargarle "Las ilusiones perdidas" en francés, guiñándome un ojo.
-Sí, Daniel, "¡Illusions perdues!”
Gabriela se paró en la puerta cediéndome el paso pero yo decliné su invitación. Entonces, ella pasó ante mi sonriéndome y yo la seguí, observando que estaba lloviendo. Antes de que me diese cuenta ya estaba el paraguas de ella abierto cubriéndonos a medias a los dos.
Comenzó a llover fuerte y a la vuelta de la esquina nos refugiamos junto a un ventanal que me recordaba algunas calles de París aquellos días junto a los pasajes cerca del restaurante Le Procope, viendo llover sin que pareciera que el tiempo avanzase.