La semana pasada se leía en la Universidad de Sevilla una tesis sobre la Carmona subterránea. Con el título “Estrategias de puesta en valor de espacios subterráneos patrimoniales a partir del proyecto gráfico: el conjunto de estructuras de Carmona”, el joven Andrés Galera Rodríguez dio una lección magistral de sensibilidad e inteligencia: además de publicaciones en revistas prestigiosas, softwares de alta precisión y una metodología novedosa, lo que subyacía en aquella lectura era la decisión de fijarse en lo que no se ve, apuntar hacia espacios inaccesibles, funcionalmente inútiles, forzadamente olvidados. Indagar en los pocos lugares vírgenes que quedan en un mundo hiperinformatizado, sin un palmo por registrar, es una pequeña pero inspiradora revolución.
Debajo de las ruinas cotidianas que nos roban el sueño se esconde un mundo complementario de aquello que pasa arriba, a miles de kilómetros, en un vacío sostenido e infinito que nuestra mente no es capaz de imaginar aunque las fórmulas físicas así lo confirmen. Mirar hacia arriba y mirar hacia abajo son acciones parecidas, separadas sólo por un giro de 90° de barbilla, por eso Galera se viste de contra-Galileo y cartografía con nubes de puntos los vacíos que el agua, el hombre, o la estructura geología, ha tallado bajo de la vieja Carmo.
Cuevas, cisternas, cortas de extracción, pasajes de agua y oquedades abstractas construyen la colección de espacios dibujados. Como si de cajas negras de avión se tratase –así lo explica el doctor–, allí se esconden todos los errores, aciertos, fiestas, crimines y amores ocurridos en la superficie. En una de esas cuevas, la de la Batida, son visibles los moldes de los sillares que hoy levantan los muros de la iglesia de Santa María. Junto a ellos se lee la inscripción del orgulloso maestro cantero Antón Gallego, fechada en 1690, que convive con señales de la Cruz y símbolos de María, nidos de lechuza, estructuras en forma de altar, vestigios romanos y evidencias musulmanas. Esa amalgama de tiempos condensados confirma la condición milenaria de Carmona y el necesario trabajo de Juan Manuel Román, arqueólogo municipal y valedor de la mezcla de culturas de nuestro ADN.
El estudio de Galera Rodríguez se centra en Carmona, pero la porosidad telúrica de esta tierra hace que podamos imaginar siluetas parecidas en Alcalá, Mairena, el Viso, Valencina o Santiponce. Los paisajes bajo tierra de la provincia, desde los Alcores a las colinas del Aljarafe, pasando por los meandros de Alcalá del Río, la loma que cubre Itálica o los campos extendidos de Villanueva de Río y Minas, son una especie de desván de nuestra memoria, protegidas por varios metros de tierra y el escaso presupuesto destinado a excavaciones arqueológicas. Si levantásemos las baldosas de Sevilla aparecería una escena muy alejada del romanticismo de la ruina. Sería más bien algo parecido a un amasijo de instalaciones urbanas repleto de arquetas, canalizaciones de agua, cables y rellenos, pero también sorpresas de escala menuda, quizás alguna sepultura, refugio o tesoro, como esas monedas romanas que siguen aflorando en los cotos, cortijos y parcelas, suspendidas en un difícil equilibrio entre las leyes patrimoniales, los deberes cívicos y los secretos íntimos de familia.
Aunque el misterio de lo invisible facilite la ensoñación, en ocasiones la realidad es aún más evocadora: en el subsuelo de la plaza Nueva hay un barco musulmán, lápidas de un cementerio alfarero y el dique de un puerto romano; bajo el patio Banderas descansan un almacén de trigo y una iglesia visigoda; miles de conchas del Atlántico soportan toneladas de tiempo y materia en las piedras de la Catedral; restos de frutos y hortalizas podridos se sedimentan bajo los jardines del Alcázar, testigos de la extinta huerta del Retiro; las pisadas de los hispalenses romanos siguen marcadas en las losas de la calzada que atraviesa los niveles inferiores de Puerta Jerez, a poca distancia del enorme hueco de la estación de metro.
La arquitecta italiana Laura Thermes, redactora de la revista Controspazio, definía el subsuelo de Roma como “un misterio, lugar de la memoria de los siglos y alternativa catacúmbica al desorden”. Los dibujos de la Carmona enterrada y las ficciones que brotan de la Sevilla que pisamos encajan perfectamente en esa definición que combina el misterio y la condición de grandes discos duros de nuestra historia. Mientras la inteligencia artificial rellena lo que desconoce con errores clamorosos, presentados como realidades indiscutibles, siempre nos quedarán las piedras, las frutas, el agua y las tumbas para contarnos, de la mano de escribas y cartógrafos, la verdad de lo que ocurrió.