Esta noche he dormido poco. Llegué a mi casa casi a la una de la madrugada poco después de aterrizar en el aeropuerto procedente de Barcelona. Tras disfrutar de una ducha reparadora y a pesar de la hora, me apetecía seguir leyendo la biografía de Julio Cortázar de Dalmau. Tenía señalada la página donde dejé de leer cuando me venció el sueño en el avión, aproximándome ya a los últimos capítulos del libro.
Muchas veces me acuerdo de lo que me decía mi padre, ávido lector también, cuando se quedaba hasta tarde leyendo en la cama: "Quiero aprovechar el tiempo a estas horas". Quizás por no necesitar dormir mucho, como él, me gusta continuar por la noche la lectura del libro que he elegido en esos días. Pero hay veces como ayer en que esa inclinación mía hizo que me involucrase en la vida del escritor argentino hasta pocas horas antes de activarse la alarma de mi Iphone.
Me atrae leer sobre la vida de Cortázar no solo por su inmensa obra, no únicamente por su personalidad fascinante sino porque me gusta pasear por las calles de París recordando mis estancias en la ciudad, porque evoco mis viajes por el sur de Francia cuando el biógrafo describe la casita en el campo del novelista viendo a Julio delante de su chimenea en invierno y tomando el sol en verano mientras recogía él mismo las hortalizas que sembraba, porque leo pasajes de "Rayuela" y porque vuelvo a sentir algo parecido a lo que experimenté al leer "Casa Tomada" o "El Perseguidor".
Recuerdo mi primer viaje a París cuando paseaba por las orillas del Sena junto a Notre Dame, mis caminatas por el Barrio Latino, me imagino a la Maga y las horas que el escritor pasaba junto a ella en los Jardines de Luxemburgo o en la diminuta habitación de un hotel. Fantaseo con las hojas escritas en su Remington cuando Julio las repasaba y pulía en alguno de sus viajes a Roma contemplando la Plaza de España a través de un ventanal, en Florencia o Venecia; también en la India o Viena, aprovechando esos trayectos para tomarse unos días junto a Aurora para hacer turismo y visitar multitud de iglesias, museos y rincones de las ciudades de esos fascinantes países donde se encontraba con motivo de su trabajo como traductor de la Unesco.
También aceptaba otros viajes a Nueva York, Cuba o Sudáfrica, para traducir textos o conferencias como funcionario autónomo pues por algo había quedado el número uno frente a cientos de concursantes en las oposiciones, no desdeñando el segundo puesto en la lista obtenido por su mujer. Pero después se relajaba tocando su trompeta con algunos compases de jazz mientras pensaba si por fin zarparía nuevamente rumbo a Buenos Aires.
Admiro cómo alternaba el intenso trabajo como escritor de cuentos y novelas, también algunos estudios literarios, con la tediosa labor como funcionario empleando un buen número de horas diarias que necesitaba para financiar los alquileres de sus primeras modestas casas y más adelante la compra de inmuebles más amplios y confortables en París o la Provenza, que ya no eran aquellas habitaciones sin ducha y con baños compartidos al final de un frío pasillo.
Me encanta leer biografías de Balzac, Dickens, Poe y otros escritores porque admiro sus vidas, complicadas casi todas, atormentadas incluso, pero más aún su tarea como creadores de historias. Así, recuerdo a Balzac como si me encontrase sentado en una silla junto a su escritorio observando como escribía aceleradamente con su pluma una hoja tras otra alumbrado por un candil y una gran taza de café que rellenaba con frecuencia a lo largo de la madrugada hasta que ya bien entrado el día descansaba unas pocas horas.
Y veo a Dickens en sus largas caminatas campo a través construyendo en su imaginación las historias de sus novelas, alcanzando casi el éxtasis cuando por fin encontraba la forma más adecuada de continuar uno de sus capítulos inspirado en la naturaleza, aunque interrumpiese alguna vez esos pensamientos para acordarse de su querida Nelly.
Cuando termine la vida de Cortázar, me apetece leer algunos de sus relatos y después releeré parte de Rayuela para volver a pasear por esos rincones maravillosos de París.
Es fascinante introducirse en la vida de grandes hombres, intelectuales que eran capaces de culminar grandes obras de la literatura frente a todas las vicisitudes que debían afrontar. Quizás por eso se adentraban tantas horas en sus historias, para huir de la realidad y ser capaces de superar un nuevo día que le depararía momentos felices y quizás otros menos dichosos.