Durante la Navidad, como hago de forma habitual cada año, suelo ir al cine. Para mí es prácticamente una tradición. Desde siempre, las fechas navideñas han sido una época especial para los amantes del séptimo arte. Es un tiempo en el que las familias buscan reunirse, refugiarse del frío y disfrutar de historias que les hagan soñar. Además, suele ser habitual que los estudios estrenen sus grandes producciones, conscientes de que el cine en estas fechas no es solo un plan, sino un ritual especial. Sin embargo, en un mundo donde las plataformas digitales dominan la oferta audiovisual y las grandes multisalas sobresalen con su tecnología de última generación, los cines clásicos resisten al paso del tiempo y a la modernidad apabullante.

Reconozco que, para mí, los cines antiguos tienen un encanto especial que los distingue de los grandes complejos de proyección actuales. Me viene a la cabeza el Cine Cervantes o el Avenida, que conservan la esencia de la Sevilla cinéfila más clásica. Probablemente no dispongan de esas comodidades de las multisalas. Las butacas pueden ser más duras, el sonido no es tan envolvente y, a veces, las proyecciones suelen ser más modestas.

Pero lo que les falta en tecnología, lo compensan con alma. Entrar en uno de estos cines es como abrir un libro de recuerdos: los detalles arquitectónicos, la atmósfera íntima, las paredes que parecen guardar las risas, los suspiros y las lágrimas de generaciones pasadas cautivadas por el encanto del celuloide. Son espacios que nos transportan a los cines de nuestra infancia, donde muchos descubrimos por primera vez la magia del séptimo arte.

En estos cines vivíamos experiencias que iban mucho más allá de la película proyectada, al igual que el pequeño Totó en el clásico Cinema Paradiso. Allí soñamos con galaxias lejanas o reinos encantados, nos emocionamos con amores imposibles y nos reímos a carcajadas hasta llorar. Aquellos cines fueron también testigos de nuestras propias historias.

El lugar al que íbamos con los amigos de adolescentes cuando empezábamos a salir solos, el refugio de los primeros besos entre la penumbra de la sala o el escenario de las primeras citas, de aquellos amores pueriles que hoy no son más que un recuerdo. Para algunos de nosotros, no eran solo cines, aquellos espacios eran portales a otro mundo y, al mismo tiempo, a nuestra propia historia personal.

Hoy en día, las plataformas de streaming ofrecen un catálogo interminable de títulos al alcance de un clic, pero sin duda, les falta algo que los cines clásicos tienen y que los hace tan especiales, como es la magia de la experiencia compartida. Ir al cine no es solo ver una película, es un acto social, una liturgia que comienza desde el momento en el que por nuestra cabeza ronda la idea de consultar la cartelera. Es escuchar las risas del público en los momentos cómicos o contener la respiración con el silencio colectivo durante las escenas más tensas. Es sentir esa conexión especial que surge cuando un grupo de desconocidos se sumerge en una historia juntos. Es, en definitiva, compartir la misma emoción durante la duración del metraje de una película.

Por eso, como cantaba el gran Luis Eduardo Aute, pidamos «más cine, por favor», porque los cines clásicos nos recuerdan que visionar un filme es, ante todo, una experiencia humana. Apoyar estos espacios no es solo preservar un pedazo de nuestra historia, es mantener vivo el encanto que hace del cine algo más que un mero entretenimiento, que un pasatiempo como cualquier otro. Porque, a fin de cuentas, en un mundo donde todo parece efímero, los cines clásicos nos enseñan que algunas cosas —las verdaderamente importantes— merecen ser recordadas.