Los motores están encendidos, "la seguridad es muy importante para nosotros…" emiten los altavoces traduciéndolo después al inglés, hay una azafata que no habla y sólo exhibe un cinturón de seguridad y otros objetos haciendo gestos, y unas madres con niños pequeños delante de mi asiento que viajan a Tenerife como regalo de Reyes les hablan cariñosamente.

Hoy a las cinco de la madrugada, bajé de un Tesla negro con dos trolleys y entré en el aeropuerto, bastante concurrido. En ese momento, recordé otras veces en las que he estado bajo esos altos techos lleno de ilusiones, en ocasiones solo partiendo hacia destinos en los que debía ponerme la toga o defender diversos intereses de mis clientes.

Otras veces, con mi mujer y mis hijos, evocando esos primeros viajes a París y Londres, o el último a las Islas Azores, animados por sus bríos, risas, bromas e interesantes interrogatorios sobre cuestiones para ellos tan importantes.

Viajes hacia un destino en el que nos despojamos de lo cotidiano y nos liberamos sintiéndonos más nosotros mismos al salir de nuestro entorno. Nos prometemos en esas singladuras que al volver... ¡Cumpliremos con nuestros propósitos!

Es un examen de conciencia y una oportunidad para ver las cosas más claras, es viajar hacia el pasado y a la vez hacia el futuro. Es verme allí, en el aeropuerto, aquel día de febrero de 1990 cuando faltaban un par de horas para partir hacia Londres y permanecer en la ciudad del Támesis hasta el verano. Poco antes había finalizado la carrera de Derecho y al regresar ya me sentía preparado para entrar en un mundo nuevo de responsabilidades a fin de poner en práctica mis habilidades para una profesión en la que yo creía ser capaz.

Volar hacia Inglaterra acompañado por aquella pareja de escoceses tan simpáticos hablándoles sobre la que iba a ser mi estancia en su isla, pegado yo a la ventanilla a través de la que divisaba unas nubes aborregadas que me advertían sobre la vida nueva que me esperaba.

Y en verdad fue una experiencia que me hizo pasar de ser aquel recién licenciado a tener una oportunidad de encontrarme a mi mismo, conocerme mejor y estar mejor blindado para asumir los embates de la vida diaria.

Ahora, a las siete de la tarde en Santa Cruz de Tenerife, escribo estas líneas en el escritorio de un hotel en el que siento que hubiese estado recientemente pero la realidad es que hace ya más de ocho años que me alojé aquí con mi familia celebrando mi cumpleaños aquel mes de julio. Ellos eran niños pero entrando ya en la adolescencia y hay una foto, una imagen que me aparece de vez en cuando en el iPhone, con un cielo azul aunque no completamente oscuro bajo un firmamento con el mar reflejado al fondo, a través de un ventanal delante del cual estábamos los cuatro sonrientes para esa foto que nos consiguió tomar el camarero.

Esos momentos entrañables que vivimos y que recordamos tiempo después los debemos a estos viajes que nos llevan hacia otros espacios en los que nos apartamos de la vida diaria y nos despojamos de ataduras y obligaciones, centrándonos en momentos ciertamente alejados de los usuales.

Hoy ha sido un día largo, interminable, iniciado a las tres y media de la madrugada cuando una alarma me avisaba que debía preparar mi equipaje para este viaje en el que he constatado que la gente viaja con ilusión hacia destinos que unas veces convergen con los nuestros y otras les llevan a lugares que nunca conoceremos. Podemos imaginarnos por un momento las vidas de esas personas aunque sus gestos, su imagen y su aspecto nos engañen sobre las vidas que viven realmente. En realidad cada persona es un enigma que nunca descifraremos, jamás sabremos quiénes son verdaderamente.

Esa sensación que vivimos en los aeropuertos y más tarde en el interior de las aeronaves nos hace sentirnos acompañados por una multitud cosmopolita, esas personas con un destino hacia el cielo.