Iba paseando por la avenida de la Constitución y poco antes de llegar a la Plaza Nueva me fijé en un grupo de jóvenes adolescentes que nos cruzamos, sobre todo en una que sonreía junto a sus amigas.

Era sábado y daban ya casi las seis de la tarde, con una temperatura primaveral. Entonces rememoré mis 16 años y miré a ese balcón desde donde vi mi primera Semana Santa en Sevilla y recordé a los amigos que me habían invitado a ese mirador privilegiado.

Vino a mi memoria ese primer Domingo de Ramos en el que yo fui a la casa de los Lupiáñez en la calle Santiago, esa vivienda de tres plantas con balcones, de fachada blanca encalada y puerta de madera alta que me recordaba a la de mi abuelo Luis en el pueblo.

Me quedaba esperando en el despacho que había a la entrada de la vivienda a la derecha charlando con su padre, persona encantadora y jovial con una rica y animada conversación, hasta que bajaban mis amigos ya acicalados y luciendo su traje a medida perfectamente cortado.

Cuando por fin salía con los dos hermanos a la calle junto a un amigo vecino que había recién llegado, nos íbamos encontrando por el centro a la gente muy arreglada y sonriente, mujeres bellas con vestidos de colores claros, zapatos relucientes, y a muchachos con trajes azul marino y gris marengo, otros con pantalones oscuros, camisas claras y su jersey amarillo o rojo anudado en la cintura, gafas de sol, pelo engominado y dando una calada a un cigarrillo.

Unos iban a un paso más acelerado que otros. Pero todos iban contentos, todos iban hacia donde habían quedado o creían haber sido citados, aunque observaba más de una confusión o duda.

Transitábamos por las calles del centro en dirección a la Plaza Nueva, pues allí se encontraba nuestro punto de encuentro con otros amigos y el lugar privilegiado para ver los pasos de la Semana Santa en Sevilla. Uno de ellos nos apremiaba para andar más aprisa, casi corriendo, para llegar antes de que estuviese cortado el paso para acceder a la primera planta donde el gran balcón semicircular estaría ya casi lleno.

Era el centro de reunión desde donde veíamos a las cofradías pasar bajo nosotros. Era el nuestro un palco sobre los palcos que estaban repletos con la gente apretujada, viendo desde allí una de las mejores estampas de la ciudad antes de anochecer con la fachada lateral del Ayuntamiento entre la Plaza Nueva y la Plaza de San Francisco y el edificio del Banco de España.

Un gran colorido y murmullos bajo nuestro balcón oyendo ya de fondo una marcha procesional, olor a incienso y un inmenso cielo azul delante que envolvía las escenas de esa semana sagrada, la primera para mi en Sevilla.

Hoy, cuarenta años después, uno revive esos días tan distantes y tan cercanos, de lo que un día éramos y aún somos ¿En qué hemos cambiado? ¿Qué queríamos ser entonces? ¿A qué aspirábamos? Lo resumo en dos palabras: amistad y felicidad, pasarlo bien con nuestros amigos. Nada más.

Disfrutar de la belleza femenina, emocionarnos con esos cristos y palios ante nosotros con una música sublime que nos enaltece, viendo al Señor y a la Virgen guiados y llevados de una forma que le dan vida. Anochece. Melodías sagradas e incienso, la sociedad sevillana bajo nosotros, los mayores y los jóvenes, algún niño que llora, un señor que acalla al grupo que no respeta con sus voces ese momento esencial. Unas palabras en voz baja que un joven en la terraza dice a la muchacha elegante con melena rubia que está a su lado.

Tambores, trompetas y la brisa de la tarde que mueve el humo del incienso. Nosotros teníamos el mejor sitio de Sevilla, y ahí estábamos con nuestra chaqueta azul marino, el pantalón gris marengo y la corbata de seda de nuestro padre.

Conversábamos, nos reíamos, pero cuando había que callarse lo sabíamos por ese “sssssss…” del señor mayor a nuestro lado que nos advertía. Teníamos muchas ganas de divertirnos, pero éramos serios y responsables cuando llegaba el momento.

En algún instante bajábamos a la calle de atrás a tomar unas cañas de cerveza fría con mucha espuma y pescado frito cuando habíamos conseguido que uno de los camareros atribulados se fijara en nosotros envueltos en la multitud. Y hablábamos de esa morena tan guapa con la que todos queríamos ligar pero a la hora de hablar con ella nos cortábamos.

Estos son mis recuerdos de mi primera Semana Santa en Sevilla, de mis amigos, de las chicas con las que intentábamos flirtear, de cómo iban recogiendo las sillas tras pasar la última cofradía, cómo cada uno se dirigía a su casa entre la gente que volvía, pensando en el día siguiente de sol y felicidad, de primavera y azahar.